AlexanderNunca supe qué hacer con los atardeceres.Demasiado lentos, demasiado nostálgicos.Un recordatorio de que el tiempo pasa y yo no lo controlo.Hasta hoy.Hoy estamos sentados frente al mar, en ese restaurante ridículamente romántico que jamás habría escogido si no fuera por ella.Velas.Vino.El murmullo constante del océano jugando con la orilla.Y ella.Dios… ella.Mia se ve como un presagio. De algo bueno, o peligroso, todavía no lo sé.Lleva un vestido azul que parece parte del cielo justo antes de rendirse al anochecer. El cabello suelto, los labios rojos —porque claro, siempre desafía la lógica de “menos es más”— y una expresión serena que no le conocía.—No pensé que dirías sí —murmuro, apenas tocando el borde de mi copa.—Yo tampoco —responde, mirándome de frente.El silencio se instala un segundo. Pero no es incómodo.Es… denso.Como si el universo estuviera conteniendo el aliento.La camarera trae el primer plato. Ni lo miro. Estoy demasiado ocupado estudiando cómo
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