CAPÍTULO 3. Un pacto con el enemigo

Si era posible que la rabia se pudiera palpar, definitivamente Stefano debía estar proyectando la suya de una manera increíble, porque Kiryan pasó a su lado para ir a ponerse entre él y la mujer.

Stefano la miró a los ojos, ya no era una niña. Llevaba el cabello natural, largo y ondulado, sin las mechas azules que le gustaba llevar cuando era casi una chiquilla. Los lentes de pasta oscura acentuaban las líneas suaves de su rostro y había tanta madurez y seriedad en ellos que parecía que de la chiquilla de la que Stefano se había enamorado no quedaba nada.

Llevaba un top blanco y un pantalón a la cadera, ancho y vaporoso, del mismo color. También iba descalza, parecía una costumbre de aquel sitio ¿o Zeynek no les pagaba suficiente como para que se compraran unos maldit0s zapatos?

—Al parecer el caballero entró a robar —dijo Kiryan parándose a su lado y cruzándose de brazos, pero antes de que Stefano pudiera decir una palabra, Bells se le adelantó.

—El caballero no es un ladrón —murmuró mientras Kiryan fruncía el ceño.

—¿Lo conoces?

Quizás Stefano no podía entender la sorpresa del ruso, pero Kiryan sabía que Isabella llevaba años sin salir de aquel edificio. Apenas tenía amigos, algunos conocidos a través de las redes y por más que él había insistido, toda la vida de aquella científica parecía reducirse al laboratorio y sus estudios nada más.

—El señor se llama Stefano Di Sávallo, es el actual CEO del Imperio Di Sávallo, y definitivamente no necesita robar nada.

La línea de la mandíbula de Stefano se tensó al escuchar aquella descripción, pero hizo todo lo que pudo para contenerse cuando la expresión en los ojos de Kiryan le demostraron que lo reconocía. La cuestión era si lo reconocía como la cabeza del Imperio o si Bells le había hablado de él.

—¿Quién es? —preguntó la mujer mirando a los restos del celular destrozado y la vitrina abierta.

—¿Perdón? —respondió Stefano con otra pregunta.

—Sé que esto no se trata de espionaje corporativo. El Imperio Di Sávallo no se mueve en el campo de la farmacéutica y además te conozco —declaró Bells.

—Me conocías —siseó Stefano y ella asintió.

—Es cierto… —admitió—, pero hay cosas que nunca cambian. Te “conocía” lo suficiente como para estar segura de que no estás aquí por placer. Entonces vuelvo a preguntarte. ¿Quién está enfermo?

Kiryan pasó saliva y respiró profundo. Obviamente no era algo en lo que había pensado y salvar a un ser querido no era algo que mereciera su reprobación; podía aceptar ese como un buen motivo para que cualquiera intentara robar un tratamiento; así que toda su expresión pareció relajarse un poco.

—Fiorella —fue lo único que contestó Stefano.

—¿Fiorella? Era apenas una bebé cuando me fui —recordó ella y Stefano cerró los puños porque «cuando me fui» sonaba muy simple para lo que Isabella Valenti le había hecho.

Para él no era «cuando me fui». Para Stefano era cuando lo había abandonado, cuando lo había dejado, cuando lo había olvidado, cuando había pisoteado todo el amor que él sentía por ella.

—Fiorella es muy pequeña, debe tener unos… ¿Trece años? —Stefano solo asintió—. ¿Qué le diagnosticaron?

—ELA.

Bells se irguió con sorpresa.

—¿ELA? ¿En una niña de trece años? Eso es… muy improbable —refutó.

Stefano miró alrededor y finalmente sus ojos se volvieron a fijar en ella.

—¿Eres doctora? —preguntó.

—Soy genetista —respondió Bells.

Un silencio incómodo se extendió por todo el laboratorio hasta que la muchacha señaló a la vitrina detrás de Stefano.

—Incluso si llevaras el cultivo con un doctor capacitado, esas células madre no están programadas todavía. No te serían útiles.

—¡¿Y puedes decirme algo que me sea útil, o solo me vas a repetir la misma estupidez que me han dicho todos los doctores anteriores?! —exclamó el italiano.

—¡Hey! —Kiryan dio un paso adelante con tono amenazante—. ¡Dulcifícale tu voz!

—Kiryan… —Bells lo detuvo—. ¿Puedes dejarnos solos, por favor?

El ruso se dio la vuelta con un gruñido molesto.

—¿Estás segura? —preguntó dándole la espalda a Stefano.

—Sí, tranquilo.

Antes de irse Kiryan puso su palma abierta sobre el abdomen desnudo de Bells y pareció quedarse pensativo. Aquel simple gesto hizo que Stefano cerrara las manos en puños hasta hacerse daño, pero no le iba a dar el gusto de preguntar.

—Bien —dijo Kiryan después de algunos segundos—. Si me necesitas estaré aquí en un instante.

Besó su cabeza antes de salir del laboratorio, en el que Bells y Stefano quedaron mirándose fijamente.

—¿Ya me perdonaste? —preguntó ella con demasiada resignación en la voz, como si realmente no importara la respuesta.

Y la verdad era que no importaba, había de por medio doce años que no se podían cambiar.

—No tengo nada que perdonarte. Hiciste lo que consideraste mejor para tu vida, y al final tenías razón —dijo con una sonrisa llena de sarcasmo—: no eras la mujer para mí.

Bells sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero se aguantó las lágrimas. Finalmente había sido su decisión abandonarlo y tenía que aceptar las consecuencias de su decisión.

Se permitió admirarlo por un segundo. Lo había hecho muchas veces a lo largo de los años, en las redes o en la televisión, pero tenerlo enfrente era muy distinto. El rostro del joven que había conocido se había endurecido con los años, su cuerpo entero proyectaba dominio y su expresión era sarcástica y feroz. ¡Todo un Di Sávallo!

—Bien. ¿Entonces eso significa que estarías dispuesto a aceptar mi ayuda? —preguntó por fin, haciendo que Stefano reaccionara.

—¿Ayuda?

—ELA es un diagnóstico muy raro para una niña de trece años. No digo que no existan enfermedades extrañas en el mundo —rio con tristeza—, pero preferiría verificarlo por mí misma. Si estás de acuerdo, claro.

Stefano lo dudó por un instante y Bells se acercó al escritorio que había en un extremo de la habitación. Sacó una carpeta de cuero y se la extendió a Stefano.

—Tengo un título y un doctorado en Medicina, un master en Virología, otro en Biología Molecular y Biotecnología y dos doctorados en Genética. Y soy la única desarrolladora de esas células —aseguró señalando la carpeta—. Ahí están mis credenciales. Puedes comprobarlas.

Stefano ni siquiera miró aquellos documentos. Lanzó la carpeta sobre la mesa más cercana y asintió.

—¿Qué necesitas? —preguntó decidido.

—Todos los informes de las pruebas de laboratorio que se le han hecho, si no son suficientes tendrás que traer a Fiorella aquí para que yo los repita.

El italiano miró alrededor.

—¿El laboratorio no tendrá problemas con eso? —se interesó.

Bells tomó una pluma y una tarjeta y escribió un número.

—Llama antes de venir —fue todo lo que dijo—. Te espero mañana a primera hora.

—Gracias —respondió Stefano mientras recibía la tarjeta y alargaba la mano—. Un placer verte, Bells.

Isabella dudó un segundo antes de estrechar aquella mano, pero cuando por fin entraron en contacto, Stefano pudo notar que estaba muy fría.

Salió en dirección al ascensor sin mirar atrás y su cuerpo no se relajó hasta que no se encontró fuera de aquel edificio, en un sedán oscuro, y mirando fijamente la tarjeta con el número.

Acababa de pactar con su peor enemiga, por Fiorella. Por esa niña era capaz de tragarse hasta su orgullo… ¡Ah, pero su rencor…! ¡El rencor de un Di Sávallo no conocía límites!

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