Capítulo tres. Acorralada

Diego Álvarez se quedó de piedra al escuchar la petición de su amigo.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó.

—No. —Arturo giró su silla para no mirar a su abogado y amigo.

—¿No? Permíteme ponerlo en duda, Arturo, no puedes hacer esto, ¡es ilegal! —gritó el hombre poniéndose de pie.

—No es ilegal, si la otra parte está en pleno uso de sus facultades mentales y firma voluntariamente…

—¿Voluntariamente? ¡Maldición, Arturo, no puedes hablar en serio! —el abogado caminó de un lado a otro en la oficina.

—Estoy hablando muy en serio, quiero que redactes un contrato de matrimonio, necesito una madre para mi hijo, y Paula Madrigal ha sido la elegida —aseguró.

—Si hubiese tenido conocimiento de tus intenciones cuando me pediste que la investigara, no lo habría hecho. No puedes coaccionar a una persona de esta manera y menos utilizarla para tu conveniencia.

—Puedo y lo haré, por Alejandro soy capaz de eso y de mucho más.

—Paula no es su madre, Alejandro no necesita una sustituta que solamente se parezca a su madre. ¡Necesita una mujer que lo pueda querer de verdad, que acepte ser su madre por amor y no por un maldito acuerdo! —gritó el abogado tratando de hacer que Arturo entrara en razón.

—Lo he decidido, además, quiero adelantarme a mamá, tiene una candidata perfecta para ser mi esposa, pero ni Alejandro ni yo estamos interesados, queremos a Paula.

—¿Queremos? —preguntó el abogado.

—No tengo que darte explicaciones, Diego, has lo que te he pedido, ¡que yo me encargaré del resto!

—Esto no te traerá nada bueno, no puedes acorralarla de esta manera —insistió Diego.

—No haré nada, solamente le daré la solución a todos sus problemas. Hasta me siento benévolo —dijo casi con burla.

Diego lo miró, se abstuvo de decirle lo que pensaba y salió de la oficina para volver a la suya. Tenía un acuerdo descabellado que redactar.

Mientras tanto, Arturo revisó con cuidado toda la información sobre Paula Madrigal, con todos estos antecedentes, estaba seguro de que la mujer no se negaría a aceptar su trato. Le haría ver sin ningún reparo o cargo de conciencia que era ella quien lo necesitaba a él.

—Estarás acorralada y no tendrás más remedio que aceptar mi oferta —susurró.

Las horas fueron pasando, Paula luchó para apartar la sensación de miedo que le embargaba el corazón, miró su reloj un par de veces, la hora parecía tener prisa para llevarla de nuevo a encontrarse con Arturo Montecarlo de Mendoza.

—¿Qué tipo tan arrogante? —musitó.

—¿Quién es un tipo arrogante, mamá? —preguntó Alejandro sentándose a su lado.

El niño no se había separado de ella, incluso había compartido su sándwich.

—Nadie —dijo mirando detalladamente al niño.

—¿Peleaste con papá? —le cuestionó el pequeño.

Alejandro jugó con sus manitas, estaba nervioso. Paula no sabía cómo decirle que no era su madre. No quería herir su corazoncito, pero tampoco podía mantener una farsa solamente para no hacerlo sufrir. No había mentira que durara cien años, nada se escondía entre el cielo y la tierra, decía su abuelita.

—Alex…

—Te peleaste con papá por mí, ¿verdad?

—No, cariño —dijo al verlo a punto de llorar.

—Me estás mintiendo, sé que has discutido con papá, cuando volviste del jardín tus ojos estaban rojos, como si quisieras llorar —dijo el niño.

—Escucha, Alejandro, yo…

—¿No me quieres, mami? No quieres ser mi mamita ¿Verdad? Por eso te fuiste —pronunció el niño bajando el rostro.

Paula sintió su corazón hundirse dentro de su pecho, al ver como los hombros de Alejandro subían y bajaban. ¡Estaba llorando!

—Cariño, escucha…

—Quizá por eso me dejaste solo con papá, pero no quiero perderte, no quiero estar lejos de ti de nuevo, por favor, mamá —dijo levantando el rostro.

Paula se mordió el labio al mirar la inocencia y el dolor en los ojos del niño. Ella no tenía corazón para herirlo al decirle que no era su madre; sin embargo, una mentira tampoco era la solución, tarde o temprano él iba a saberlo y podía ser peor. ¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer?

—Lo siento —se disculpó como si el sufrimiento del pequeño Alejandro fuera culpa suya.

—¿Sabes qué es lo que pido todas las noches al cielo? —preguntó el niño, limpiando sus mejillas húmedas.

—Dime, ¿Qué pides al cielo?

—Que tú regreses a mi lado, todas las noches pido a Diosito, que me conceda una oportunidad de volver a verte, que me ames y me acompañes ¡Y me lo ha concedido! —exclamó—. Pero tú no pareces feliz, ¿te olvidaste de mí? —añadió.

Paula cerró los ojos, se debatía entre ser sincera o seguir la pequeña farsa. Ella entendía muy bien su dolor y sus deseos; era el mismo deseo que ella pedía cuando era niña. Su madre murió cuando solamente tenía cinco años y quedó al cuidado de su abuela.

Ella, como Alejandro había pedido al cielo que le devolviera a su madre. No hubo noche que no rezó por un milagro que nunca llegó.

—¿Vas a dejarme? —le preguntó Alejandro con voz rota.

Paula no sabía que responder ante la pregunta e hizo lo primero que se le pasó por la cabeza, abrió los brazos y el niño no dudó en abrazarla, Alejandro se aferró a Paula, como si su vida dependiera de ella en ese momento.

Paula dejó un beso sobre la cabeza rubia del niño, mientras lo sostenía en sus brazos. Así de aquella manera, Arturo los encontró.

—Alejandro —llamó Arturo.

Paula se tensó como la cuerda de un violín al escuchar la voz del hombre. ¿Cómo llegó hasta el salón?

—No iré a casa contigo —dijo abruptamente el niño aferrándose a los brazos de Paula.

—De hecho, no pensaba ir a casa, ¿Te parece si invitamos a tu maestra a tomar un helado? —preguntó, mirando a Paula directamente a los ojos.

La chica supo de inmediato que no era una invitación, era una orden…

—No es mi maestra, es mi mamá —refutó Alejandro.

—Claro, tu mamá —convino Arturo, desafiando a la joven a negarlo.

—Lo siento, no creo que sea prudente aceptar su invitación, señor Montecarlo, soy…

—Ve por tus cosas, Alejandro, mientras la convenzo para que vaya a tomarse un helado con nosotros —dijo.

El niño salió corriendo para coger su mochila.

—No veo cuál sea el problema —respondió Arturo achicando los ojos, tratando de intimidarla.

—Aceptar, sería dar pie a malos entendidos, espero que usted entienda mi posición, señor Montecarlo.

—Comprendo muy bien su situación, de lo contrario no estaría aquí. Por los malos entendidos o chismes, no debe de preocuparse, tengo el consentimiento de la directora.

«Es un complot», pensó la joven.

—Por favor, mamá, ven a tomar un helado con nosotros, por favor —dijo el niño volviendo junto a ella.

La mirada de Alejandro y el puchero de sus labios, casi hizo llorar a Paula.

Arturo de Montecarlo era un hombre arrogante. El tipo de hombre que iba por la vida haciendo su santa voluntad. Ordenando como si fuera el puto amo del mundo, cuando solamente era otro mortal.

«Asquerosamente rico, capaz de arruinarte la vida en un abrir y cerrar de ojos», pensó mientras un estremecimiento recorrió su cuerpo.

Pero…

—Por favor —insistió Alejandro—, di que sí. —pidió.

Paula se sintió acorralada, sin salida, y aceptó.

El trayecto a la heladería hubiese sido aterrador si no fuese por Alejandro, quién no dejó de parlotear durante todo el tiempo, aferrado a la mano de Paula como si temiese que al soltarla ella se esfumara de su vida.

Quizá aquello sería lo mejor, pensó Paula.

Sin embargo, ella necesitaba el trabajo. No podía darse el lujo de correr, aunque eso era realmente lo que deseaba en ese momento, correr tan lejos como fuera posible. Pero estaba sentada dentro de un lujoso auto, con un hombre que no conocía y con un niño aferrado a su mano, llamándola… Mamá.

—¡Hemos llegado! —anunció Arturo.

Su mirada se encontró con los ojos miel de Paula.

—¡Síi! —la efusividad del niño hizo que la muchacha rompiera el contacto visual con Arturo.

Paula sintió el miedo instalarse en su vientre y recorrer cada centímetro de su cuerpo.

—¿Vamos? —medio preguntó, medio ordenó.

Paula bajó del auto con ayuda de Alejandro, que seguía aferrado a ella.

Entraron a la nevería y cualquiera que los viese imaginaría que eran una familia perfecta, Paula cerró los ojos y suspiró.

—¿Estás cansada? —preguntó Alejandro.

—No. Pero tengo que volver a casa pronto —le susurró al oído.

—Todo depende de usted —interrumpió Arturo.

Paula se irguió y prefirió no responder.

—Ven, vamos a sentarnos por allá —Alejandro la haló de la mano y la llevó hasta una de las mesas con una vista bonita de la ciudad.

—Por favor, sea lo que sea que papá vaya a decirte, acepta —pidió el niño acomodándose en su asiento.

—Tienes que aprender a ser prudente en la vida, apenas nos conocemos, y…

—Siento que te conozco de toda la vida —dijo el niño batiendo las pestañas.

—Pero…

—No quiero otra mamá que no seas tú, ¿no puedes volver a enamorarte de papá? —preguntó con inocencia.

Paula negó ligeramente, ¿Cómo haría para salir airosa de todo aquello? Ella no tuvo tiempo de buscar una salida, Arturo llegó con la orden de helados y se sentó justo frente a ella.

El silencio volvió a instalarse entre ellos, el niño degustó su helado, Paula lo digirió lo mejor que pudo, mientras Arturo no apartaba la mirada de ella.

—¿Puedo ir a los servicios? —preguntó de repente Alejandro.

—Por supuesto, ten cuidado —respondió el padre dibujando una ligera sonrisa.

Paula pudo darse cuenta de que el hombre cambiaba su rostro como un camaleón.

¿Quizá está mal de la cabeza, o sufría algún trastorno bipolar?, pensó.

—No tenemos mucho tiempo, Paula —dijo colocando una carpeta sobre la mesa.

—¿Qué es?

—Ábralo —le indicó.

—Señor…

—Ábralo —insistió Arturo.

Paula abrió la carpeta, sus manos sudaban, pero continúo. La muchacha levantó la mirada de los papeles al darse cuenta de lo que se trataba.

—¿Cómo…?

—Cuando algo me interesa voy por ello sin importar lo que cueste, Paula.

—¡Esto es ilegal! ¡Es una violación a la privacidad, no tenía derecho! —gritó Paula enojada.

—Cuando una deuda en el banco está por finalizar y el deudor no ha cancelado ni siquiera la mitad del préstamo, es normal que la institución brindé información cuando se está dispuesto a pagar esa deuda…

—¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué hace todo esto? —preguntó Paula cerrando la carpeta con una calma que estaba lejos de sentir.

—Se lo he dicho antes, quiero una madre para mi hijo y usted ha sido la elegida…

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