Capítulo 2

—Señor Juez —saludé con un asentimiento y me puse en pie, dejando mi bolso sobre el asiento. Su metro noventa y tanto de altura me hacía sentir diminuta, aunque de pie aún me sobrepasaba por más de veinte centímetros. No voy a negar que, cuando lo vi en persona por primera vez, me pareció un hombre muy atractivo, y seguía pensando igual. Era guapísimo, con unos ojos preciosos y una mirada profunda y misteriosa.

—Un placer verte de nuevo, Ava. —Se acercó un poco más, inclinándose hacia mí para darme un beso rápido en la mejilla, como si fuéramos íntimos. ¿A qué ha venido eso? Me ha dejado boquiabierta –no literalmente, era demasiado orgullosa para dejarlo saber que me había afectado, pero no me lo esperaba–. El hombre es un descarado, pero olía divino, a aire fresco, masculinidad y seducción. Su perfume debía ser costosísimo, como su traje y el precioso Rolex que le adornaba la muñeca. De no saber que amasó una gran fortuna antes de ser Juez, habría pensado que es corrupto—. Soy Jacob, por cierto, lo de juez dejémoslo para los juzgados —añadió sonriendo. Y, juro por Dios, tenía la sonrisa más encantadora del mundo. Él lo sabía, la utilizaba como un arma de persuasión, una infalible, porque si antes pensaba que era atractivo, ahora lo daba por hecho.

—Prefiero seguir llamándolo señor Juez —contradije seria, fingiendo indiferencia. No quería enviarle ninguna señal errada. Que le quedara muy clarito que a mí no me iba a conquistar con su carisma y seducción, si era lo que pretendía, porque no estaba interesada en absoluto. ¿Me atraía? Sí, no era ciega, el tipo era guapo, lo reconocía, pero eso no cambiaba el hecho de que no quería relacionarme con él más allá de los juzgados.

—¿Y también me impedirás tutearte? —preguntó riéndose, el muy imbécil.

¿Quién se cree que es?

—Va a ser que sí, no le di permiso para hablarme de esa manera y tampoco para acercarse a mí con tanta confianza. No soy como las mujeres que acostumbre a seducir. —Le espeté sin moderación. Su actitud arrogante me sacó de mis casillas. Primero se acercó y me besó y, después, se burló de mí.

—¿Y cómo son las mujeres que acostumbro a seducir? —preguntó petulante, con una ceja enarcada.

Fáciles, tontas, necesitadas..., pude decirle, pero no iba a caer en su jueguito. Mejor aún, no iba a seguir hablando con él. Me giré, alcancé mi bolso y caminé en dirección opuesta, situándome en el último asiento de la fila. Estaba malhumorada, ansiosa y, para colmo, por las prisas, no tuve tiempo de obtener mi dosis de café. No era una persona completa si no tomaba café, aunque tuve que reducir los dos vasos que consumía al día por una taza, considerando lo que leí en internet a cerca del consumo de café en el embarazo.

—Es una pena que me tenga en tal mal concepto, señorita Greene —dijo Harris, caminando hacia mí. Lo vi con el rabillo del ojo. Tenía un andar seguro y presumido, como si se creyera el dueño del mundo. Aborrecía a los de su clase, así de… egocéntricos—. Merezco al menos que me conceda El Beneficio de la Duda ¿no cree? ¿O debo recordarle que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario? —señaló, ocupando un asiento a mi lado.

Contuve las ganas de reírme en su rostro ante su descaro. Claro que era culpable, su fama lo antecedía, también su comportamiento. Se acercó a mí con segundas intenciones, no era tonta. Ningún hombre me iba a venir con cuentos a esas altura de mi vida.

Le di la espalda y fingí que no lo había escuchado, era buena pretendiendo; en el mundo del derecho, había que saber actuar o te comían viva, más siendo mujer.

—Nos veremos pronto —murmuró sonriéndome y se levantó de la silla, alejándose. ¡Engreído! Lo observé hasta que desapareció en el umbral, preguntándome, ¿qué hacía un Juez tan conocido como él en una clínica de fertilización?

—Señorita Greene, venga conmigo, por favor —dijo                Amy, asomándose a la sala de espera desde el pasillo.

Me levanté del asiento y caminé hacia ella con paso firme. Amy se puso en movimiento en cuanto me aproximé a su posición y me indicó que la siguiera. Cruzamos el vestíbulo y tomamos el ascensor hasta la cuarta planta, donde se hallaban las oficinas. Los consultorios ocupaban la planta baja; las salas de procedimiento, el primer piso; y los laboratorios de preservación de muestra la planta dos y tres. Era un edificio pequeño, con paredes de mármol y pisos de granito pulido, lámparas finas, y grandes ventanales de suelo a techo en la fachada. Era una de las clínicas de fertilización más costosas de Chicago.

Amy fue la primera en salir del ascensor cuando llegamos a destino y se adelantó hasta la segunda puerta a la izquierda. La abrió, se asomó y dijo algo que no logré escuchar. Cuando la alcancé, me invitó a pasar, esbozando una sonrisa nerviosa. Le sonreí cortésmente e ingresé a una sala de conferencia, en lugar de una oficina, como había asumido. La doctora Sara Miller ocupaba un asiento central detrás de una gran mesa ovalada de madera, que contaba con diez puestos. A su derecha, estaba un hombre trajeado que tenía toda la pinta de abogado.

—Buenos días, señorita Greene. Mi nombre es Alexander Bell, soy el representante legal de la Clínica de Fertilización Eva y estaré presidiendo está reunión. Le agradecería que tome asiento, por favor.

—Y yo le agradecería que sea directo conmigo y me diga de inmediato de qué se trata todo esto —dije con voz de hierro al momento que ocupaba una silla delante del hombre. No quería acercarme, pero, considerando que la reunión implicaba la presencia de un representante legal, lo mejor era que estuviera sentada cuando me dieran lo que asumí serían malas noticias.

La doctora Sara me miró a los ojos y me ofreció una disculpa mediante un gesto. Tal parecía que le habían impedido comunicarse conmigo.

—Antes que nada, quiero dejar en claro que, tanto la doctora Sara Miller como mis representados, están eximidos de culpa —comenzó diciendo el señor Bell. Tragué saliva y luché con la urgencia de exigirle que terminara de hablar de una m*****a vez. Cada segundo que transcurría sin tener certeza de nada, incrementaba mi nivel de ansiedad—. Por un error originado en el laboratorio de conservación, los espermatozoides inseminados en su cavidad uterina no resultaron ser el del donante anónimo que había seleccionado previamente, sino de uno de nuestros clientes, quien no es donante.

—¡Dios mío! ¿¡Un error!? ¿Cómo pasó esto? —expresé indignada y me levanté de la silla con tanto ímpetu que la hice caer contra el suelo. Sentía mi corazón palpitando en mi garganta y un zumbido fuerte resonando en mis oídos—. Quiero que me den una explicación clara de lo que sucedió, lo exijo. —El abogado miró a Sara y ella asintió.

—Como le decía, fue un error, pero no uno fortuito, fue provocado por una asistente de laboratorio, Lily Williams. Ella admitió haber cambiado la muestra del donante anónimo por las de alguien más. Ha estado haciendo esto desde hace un tiempo, fue descubierta por otra empleada de la clínica cuando encontró una agenda donde Lily explicaba su frustración de no haber conocido nunca a su padre. Ella escribió: “Todo niño debe saber su origen, de dónde proviene, y haré que sea una realidad”. En la agenda, había una lista detallada de nombres, incluyendo teléfonos y dirección, de los clientes que resultaron afectados por su imprudencia, entre ellos, el suyo.

—¡Oh, Jesús! Confié en ti cuando me dijiste que esta era la mejor clínica de fertilidad de la ciudad, una de las más seguras y confiables, y resulta que tenían dentro del laboratorio a una loca jugando con futuro de las personas, con mi futuro —dije mirando a Sara, incrédula, llena de incertidumbre. Nunca pensé que algo así podía pasarme.

—Lo siento tanto, Ava. No tenía ninguna idea de lo que ella hacía, nadie lo sabía —aseguró Sara pareciendo sincera, pero no me bastaba con un lo siento, lo que esa mujer hizo era irreparable.

—Y si Lily Williams es la responsable de esto, ¿por qué no está aquí ahora? Entiendo que esta reunión busca eximir a Sara y a la clínica de culpa ¿no es así?

—No es necesario, tenemos su confesión firmada y grabada, también pruebas que confirman lo que dijo. Se revisaron las grabaciones de laboratorio en las fechas que ella manipuló las muestras y se evidenció que decía la verdad. Además, en este momento, se encuentra recluida en un centro de salud mental, donde ha estado siete días, cuando atentó con su vida. Estamos esperando que su médico tratante la evalúe para determinar si sufre de algún trastorno que la exonere de ir a prisión.

—Y si ese es el caso, entonces la clínica deberá responsabilizarse por haber contratado a una persona inestable en un puesto tan importante —establecí tajante—. Quiero que me envíen copias de las supuestas pruebas, no puedo fiarme de su palabra, como usted entenderá.

—Por supuesto, se las haremos llegar lo más pronto posible —afirmó el abogado—, pero hay algo más que debo decirle antes de que se marche. —Hizo una pausa breve y luego comunicó con gesto serio—: Ya que el material reproductivo no provino de un donante anónimo, el sujeto propietario del semen implantado en usted tiene derechos filiales sobre el niño.

—¿¡Qué!? ¡No! —grité fuera de mí—. Mi bebé es mío y de nadie más. Yo solicité expresamente un donante anónimo, no un padre con derechos para exigir.

—Pero lo tiene —dijo detrás de mí una voz que reconocí enseguida, era inconfundible—, el hijo que espera es mío.

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