El hijo que espera es mío
El hijo que espera es mío
Por: Flor M. Urdaneta
Capítulo 1

Los minutos no parecían pasar lo suficientemente rápido mientras aguardaba ansiosa por los resultados que podían cambiar mi vida para siempre. Me había levantado a primera hora de la mañana y, tras leer las instrucciones, me hice cinco pruebas caseras de embarazo. Alineé cada una en el suelo y esperé sentada sobre la tapa del sanitario, mordiéndome nerviosamente la uña del dedo pulgar, un mal hábito que jamás pude superar a pesar de haber intentado todo para hacerlo. 

Tras los cinco minutos más largos de mi vida, cerré los ojos y suspiré antes de atreverme a mirar los test en el suelo, a mis pies. ¡Había llegado el momento de la verdad! 

—¡Oh, Dios mío! —pronuncié cubriéndome la boca con una mano cuando descubrí que cada prueba había arrojado el mismo resultado: positivo. ¡Estaba embarazada! Lágrimas de alegría acudieron a mis ojos y se derramaron en mis mejillas, mojándolas a raudales. Estaba muy contenta, en mi interior crecía un pedacito de mí y de un donante desconocido que había hecho real mi sueño de convertirme en madre. Siempre quise tener un hijo y quería hacerlo cuando aún fuera joven. Acaba de cumplir treinta y seis años, era una mujer independiente, estable económicamente y con la madurez suficiente para criar un hijo sola. Era el momento justo para intentarlo, mi único impedimento era que estaba soltera. 

Estuve durante años en una relación que nunca llegó a ser seria. Compartíamos la cama, pero nunca fue estable o trascendental como para pensar en tener un hijo con él. Entonces, si quería quedar embarazada, tenía dos opciones: concepción asistida o adopción. Claire decía que había una tercera: enrollarme con alguien y dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero no, los romances de una noche no eran lo mío. ¿Y si me contagiaban una enfermedad? ¡Era demasiado riesgoso! Además, no podía acostarme con un tipo al azar solo porque quería tener un bebé, lo mejor era recurrir a la inseminación artificial, de ese modo, no correría ningún peligro. Lo hablé con mi ginecóloga y me envió a hacer una ecografía y algunos análisis de sangre para constatar que gozara de perfecta salud. Unos días más tarde, volví al consultorio y la doctora Miller confirmó que podía optar por la inseminación. Mi prima Nicole me apoyó completamente, dijo que ser madre es lo más hermoso que puede suceder en la vida de una mujer. Pero mi mejor amiga, Claire, juró que había perdido la cabeza por completo, decía que era muy joven y que podía esperar. Pero yo no quería esperar más. El siguiente paso, fue escoger un donante de entre miles de candidatos, entre ellos, un neurocirujano de ojos cafés y cabello oscuro, alto, atlético, que gozaba de buena salud y de otras muchas cualidades que lo convirtieron en mi elegido. 

—Hola, pequeñín, soy tu mami. Estoy muy feliz de llevarte dentro de mí —murmuré tocándome el vientre, con una sonrisa en la cara. 

Emocionada, tomé una fotografía de los test con mi celular y la envié al grupo de W******p que tenía con las chicas. Ambas me felicitaron sabiendo lo mucho que deseaba tener un hijo. Claire no estuvo de acuerdo con el inicio, pero terminó apoyándome.

Las siguientes semanas, pensé que iba a enloquecer. Quería que el tiempo pasara rápido para ver a mi bebé. Y cuando finalmente llegó el día, cuando pude ver en el monitor que ciertamente dentro de mí se estaba gestando el milagro de la vida, lloré de emoción. Tenía cinco semanas de embarazo ese día, todo lo que pude diferenciar fue un punto blanco sin forma dentro de lo que Sara describió como saco gestacional, pero sentía que mi corazón iba a estallar de alegría. Fue… maravilloso. Claire y Nicole me acompañaron, estaban tan emocionadas como yo y lloraron conmigo. Hasta entonces, había sido el momento más feliz de mi vida, porque sabía que vendrán muchos más. 

Desperté con náuseas otra vez y sin ningún ánimo de ir al bufete, pero igual me levanté, tomé una ducha y saqué del clóset una falda negra de tubo, una camisa roja de botones, manga larga, un cinturón Hermes y mis stilettos negros favoritos. Tomé del cajón un conjunto de sostén y pantis de encaje rojo. Me vestí, peiné y maquillé como parte de mi rutina diaria para salir a trabajar. Fui a la cocina y tomé zumo de naranja, lo único que me provocaba porque las náuseas me habían quitado el apetito. 

Volví a mi habitación y alcancé mi teléfono móvil –lo había dejado sobre la cama antes de ir al baño– y vi que tenía dos llamadas sin contestar de la clínica de fertilización. Me pareció extraño que estuvieran intentando contactarme y les devolví la llamada mientras iba por mi bolso. 

—Clínica de Fertilidad Eva, buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —dijeron al responder. 

—Buenos días, soy Ava Greene, tengo algunas llamadas sin contestar de parte de ustedes, son de hace unos minutos. 

—Oh, sí, claro, señorita Greene. Necesitamos que se acerque a la clínica para hablar con usted de un asunto importante.

—¿De qué se trata? —pregunté con el ceño fruncido. Apenas hacía unos días estuve con Sara en mi consulta de control y ella no mencionó ningún asunto importante. 

—Lo siento, pero es un tema delicado que no podemos tratar por este medio. ¿Puede venir hoy a las nueve de la mañana? —preguntó con cautela, temerosa. Me paralicé en medio del pasillo, sintiendo mi corazón palpitando con fuerza. Ya había salido de mi apartamento para entonces—. ¿Señorita Greene? 

—Sí, ahí estaré —respondí secamente y finalicé la llamada, retomando mi camino hacia al ascensor. Iría en ese mismo momento a la clínica para salir de dudas. Le avisé a mi secretaria que llegaría más tarde al trabajo y me dirigí a la clínica. 

A las ocho y veinticinco de la mañana, estaba deteniendo el auto frente a la Clínica Eva, sintiéndome enojada. Detestaba los imprevistos, era irritablemente perfeccionista y controladora, mi día a día estaba planificado con fecha, hora y lugar en mi agenda personal. Incluso, mis tiempos de ocio, que eran muy pocos. Jenny, mi secretaria, manejaba mi agenda laboral y, a esa hora, debía estar en mi oficina trabajando en el caso de un nuevo cliente, Nicholas Anderson, quien fue sentenciado injustamente a tres años de prisión por homicidio doloso, del que había cumplido doce meses. Mi plan era solicitar la libertad condicional, apelando a su buen comportamiento en prisión. Anderson nunca debió ir a prisión, pero el abogado asignado por el Estado le aconsejó que se declarara culpable y aceptara la oferta de la fiscalía. 

Mis tacones resoban contra el piso de granito pulido mientras me acercaba al mostrador de la clínica, llamando la atención de Amy, la recepcionista, quien, al verme, palideció. 

—Buenos días, señorita Greene. Puede tomar asiento en la sala de espera, por favor. En breve la atenderán —habló rápido y nerviosamente, lo que me dio a entender que ella estaba al tanto de porqué estaba allí.

—¿Quién? —cuestioné con voz aguda y gesto severo. Me disgustaba sobremanera que ella tuviera información de lo que sucedía y yo no. 

—No estoy autorizada para decirlo, señorita Greene, lo siento mucho —manifestó con discreción. Tenía la verdad en la punta de la lengua, lo sabía, y no me sería difícil hacerla hablar, pero no quería meterla en aprietos. Ella siempre había sido amable conmigo. 

—Diles entonces que no me hagan esperar mucho, tengo que trabajar —advertí y me dirigí a la sala de espera, que se encontraba extrañamente desértica. No era normal que fuera la única en el lugar. Por lo general, la sala siempre estaba atestada de mujeres, tanto solas como acompañadas, y también de algunos hombres, que presumía eran donantes. 

Tomé asiento en una de las tantas sillas libres y, un par de minutos después, escuché una voz masculina proveniente de la recepción, pero no alcancé a apreciar lo que decía, aunque no era de mi interés, todo lo que quería era reunirme con quien fuera que iba a atenderme y saber, de una vez, cuál era el bendito asunto que me llevó ahí. Tenía cosas que hacer, no podía malgastar mi tiempo en nada. 

No pasó mucho antes de que el dueño de la voz caminara hasta la sala de espera y apareciera en mi campo de visión. Era un hombre alto, delgado, de tez clara y cabello castaño oscuro, con presencia de algunas canas. Vestía un traje negro a la medida sobre una camisa blanca, corbata azul y zapatos negros pulidos. Venía distraído con su teléfono móvil, lo que me impidió detallarle el rostro. Aunque, a simple vista, se me hizo conocido, algo que no sabría hasta verlo bien. Aparté la mirada antes de que notara que lo estaba observando y simulé buscar algo dentro de mi bolso.

—¿Ava Greene? —preguntó el hombre en cuestión, reconociéndome, y se detuvo delante de mí. Alcé mi rostro hacia él y descubrí con asombro que se trataba del Juez Harris. Él llevó un caso penal que defendí, el cual concluyó en la declaración de inocencia de mi cliente, fue ahí donde me conoció, pero no creí que memorizara mi nombre, mucho menos que me reconociera. Antes de ser juez, fue abogado en la firma que ayudó a fundar, Harris, Wagner & Asociados. Ganó muchos casos que generaron ganancias millonarias y, después de doce años, dejó la firma para ser juez penalista, conservando la reputación intachable que lo precedía, en cuanto a la ley se refería; porque, según las malas lenguas, Harris era un donjuán, decían que se había llevado a la cama a un gran número de mujeres, se rumoreaba también que estaba muy bien dotado y que era un “dios del sexo”. Eso no tenía modo de saberlo ni me interesaba averiguarlo tampoco. 

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