CAPÍTULO 1. Una noche para olvidar

—¡Mierda! ¡Está perdido! —Fueron las únicas palabras que escuchó Elliot antes de sentir el golpe del agua helada caer sobre su cuerpo.

Abrió los ojos y se levantó bruscamente para encarar a su gemelo, pero el jarrón estaba en manos de su padre, así que solo lanzó un gruñido por lo bajo.

—¿Se puede saber desde cuando estás bebiendo? —siseó Andrew Davies con un tono que los estremeció a él y a su hermano.

—Depende, ¿qué hora es?

—¡No te me pongas chulo, Elliot! —Se molestó su padre—. Llevamos dos horas esperándolos en el aeropuerto a Emma y a ti, sabes que tenemos un evento muy importante. ¿Por qué ninguno de los dos coge el maldito teléfono…?

Andrew se interrumpió cuando su otro hijo le golpeó el brazo con el dorso de los dedos. Él se había dado cuenta en un solo instante.

—Ella dijo que no —siseó Elliot limpiándose el agua de la cara.

—¿Cómo…? —Andrew estaba a punto de ponerse a gritar de nuevo, pero el rostro ensombrecido de Elliot lo hizo callarse—. Lo siento mucho, hijo. No te merecías eso.

—Ni al caso ponerse a llorar ahora, pero si pudieran estar veinticuatro horas sin joderme lo agradecería mucho —gruñó con fastidio.

Su padre suspiró poniendo a un lado el jarrón y metiéndose las manos en los bolsillos.

—Si puedes pasar esas veinticuatro horas en el avión, no tengo problema —aseguró—. Vamos, tenemos que irnos.

Elliot recordó que debían viajar ese día, por eso había planificado su propuesta a Emma para el día anterior. El socio más importante de Davies Inc., el hombre que les había abierto las puertas al mercado asiático y el que podía cerrárselas cuando quisiera, había requerido su presencia en uno de sus eventos más importantes, y no podían despreciarle la invitación.

—¡No quiero ir! —protestó.

—No es opcional —replicó su padre con el ceño fruncido. Andrew Davies era el mejor padre que podía tener, pero no le permitía olvidar que era uno de los dueños de Davies Inc., y que por tanto, cada uno de sus actos estaba bajo la mira pública—. Tu equipaje ya está en el avión. ¡Vámonos!

Elliot rezongó en silencio mientras Richard sacaba una botella de bourbon del bar del despacho y se la enseñaba a modo de consuelo. Al menos su gemelo lo conocía lo suficiente como para saber que prefería pasar el vuelo totalmente borracho.

Y así fue exactamente como pasó las veintiuna horas que demoraron a llegar a Calcuta, en la India.

Elliot ya había estado allí muchas veces mientras cerraban el negocio más importante de Davies Inc. con Sohan Dhawan, así que mientras su hermana Valeria y el resto de la comitiva se emocionaban con cada cosa que veían, él solo gruñía su frustración.

Eran cerca de las cinco de la tarde cuando llegaron por fin al hotel más lujoso de Calcuta, que el señor Dhawan había rentado íntegramente para su evento. Había muchos invitados importantes, pero ellos sin duda eran los principales socios de negocios del magnate hindú.

Elliot se dio tres duchas frías seguidas y se tomó dos aspirinas para sacarse el dolor de cabeza de la resaca, se ajustó las mancuernillas con sus iniciales, y luego fue a reunirse con su familia en el salón principal. Su hermano Richard iba acompañado de su “dominatrix”, Layla.  Su hermana Valeria iba con su esposo Nick. Y el patriarca de la familia iba con su novia, Lidya.

Él debía ir con Emma… pero ya sabían cómo había acabado eso.

Resopló con fastidio cuando llegó al salón principal del hotel, y con todo el protocolo saludaron a su anfitrión.

El señor Dhawan era un hombre obeso y chato, de aspecto muy severo aunque se notaba que cuando sonreía lo hacía con sinceridad. Y aquel era el evento más importante de su año, porque estaba dedicado a encontrar esposo para su hija menor, la niña de sus ojos… y era mejor dejarlo ahí.

—¿Y de verdad hace falta todo esto para encontrarle marido a una mujer? —gruñó Elliot, a quien evidente ya todo le molestaba, desde el motivo del evento hasta toda la parafernalia

—Bueno, según dicen las malas lenguas, a la chica ya se le pasó la edad del matrimonio, y Dhawan no ha sido capaz de casarla con nadie —susurró su hermana Valeria y el grupo familiar se estrechó alrededor.

—Eso es muy extraño —comentó Richard—. Dhawan es el hombre más rico de la India. ¿Cómo es que nadie quiere casarse con su hija?

—Pues según escuché decir, la chica es espantosamente fea —añadió Layla.

Todos hicieron sonidos de incredulidad mientras miraban disimuladamente hacia el balcón donde estaba sentada la futura novia. Llevaba un sari de color azul pálido lleno de adornos y joyería dorada. Un velo azul marino le cubría la parte inferior del rostro, desde la nariz, así que no se podía juzgar más allá de su cuerpo, y para eso también estaba demasiado lejos.

—¿Pero tan fea es? —cotilleó Nick, el esposo de Valeria.

—Fea con F de foca —aseguró ella—. Dicen los sirvientes que jamás se quita el velo, ni en público ni en privado, y que los pocos que la han visto lo aseguran: que es horriblemente fea. Por eso ni siquiera el dinero de Dhawan le ha podido comprar un marido, y eso que ya pasa de los veinte años.

—Con razón el viejo armó todo esto. Escuché decir que triplicó la dote de la muchacha con tal de que alguien se casara con ella, y aun así le llegaron solo tres propuestas —intentó decir Andrew con voz neutra, pero la realidad era que estaba loco por reírse.

—Bueno, ya. No se rían de la desgracia ajena —los regañó Richard—. Mejor vamos a divertirnos y a reírnos un poco de los mequetrefes que pretenden a la fea.

Se aguantaron todos la risa y se fueron dispersando por el salón, comiendo, bebiendo o charlando con otros socios.

Elliot solo miró de nuevo a aquel balcón una vez más, por morbosa curiosidad más que nada, y se dio cuenta de que la chica estaba envarada, tensa y a juzgar por la expresión de sus ojos, muy molesta. De repente los ojos de la muchacha se cruzaron con los suyos y Elliot habría jurado que se inclinaba un poco hacia adelante, como si quisiera verlo mejor.

Tenía unos ojos preciosos, de un gris tan pálido que casi plateaba, y por un instante sintió un nudo en el estómago, como si esos ojos le estuvieran robando algo… pero aquel instante pasó fugazmente y ella volvió a concentrarse en la fiesta, dejándolo con una sensación de vacío que no podía definir.

Dio dos vueltas más por el salón, asegurándose de que Dhawan lo viera un par de veces y luego salió de allí. Necesitaba quitarse toda aquella carga de encima. El recuerdo de Emma, el recuerdo de los cinco años que había pasado con Emma, el recuerdo de Emma diciéndole que no.

Por suerte, en el mismo ático del hotel había un antro, uno que Dhawan no había rentado porque no le interesaba, así que estaba lleno a rebosar de gente bailando, bebiendo y toqueteándose. Pidió que le sirvieran un trago y acabó pagando un reservado en planta alta para ver todo aquel desmadre a solas con su botella de whisky.

No tardó en darse cuenta de que aquello era solo un puticlub con clase. En las pequeñas plataformas comenzaron a bailar chicas que iban desprendiéndose de los saris poco a poco, pero Elliot estaba más concentrado en bajar el vaso que tenía enfrente que en otra cosa.

De repente la música cambió, a la pequeña plataforma frente a su reservado subió una chica de sari rojo y plateado, y velo negro. Comenzó a bailar al ritmo de la música y no se quitó una sola pieza de ropa, pero aun así Elliot no era capaz de quitar los ojos de ella. Había algo en sus movimientos… algo instintivo y dulce, como las olas que presagian la tormenta.

Elliot sintió un latigazo de deseo que le subía por la entrepierna y no se molestó en reprimirlo. Ya no estaba con Emma, no había razón para que no se la sacara del cuerpo esa misma noche con cualquier desconocida… de preferencia con aquella.

Le hizo una señal con el dedo índice para que se acercara, y la muchacha bailó despacio en su dirección. Vio cómo se subía a la mesita de su reservado y bailaba solo para él. Su cuerpo era perfecto, de un bronceado brillante, como oro antiguo y pulido. Sus piernas eran largas y torneadas, y su precisión para danzar alrededor de la botella de whisky sin siquiera tocarla era absolutamente electrizante.

La música subió tanto de tono como la borrachera de Elliot, era vagamente consciente de eso. Al parecer lo único que su cerebro era capaz de procesar era el delirio perfecto que era aquella mujer.

Alargó una mano hacia ella y en cuanto sus dedos se tocaron tiró de su cuerpo hacia él, haciendo que cayera a horcajadas sobre su regazo.

—¡Maldición! —gruñó sintiendo el fuego correr por su sangre, porque la chica no dejaba de moverse, bailando seductoramente contra su bragueta.

Sus manos subieron por sus muslos, y clavó los dedos sobre aquella piel tensa y brillante. Casi dio un respingo de gusto cuando la escuchó gemir, olía a azafrán y a noche, y todo lo impulsaba a solo cerrar los ojos y disfrutarla. Sintió sus dedos suaves recorriéndole el cuello, y luego unos labios traviesos que se posaron sobre los suyos.

Era una sensación dulce y agónica. En cinco años no había besado a ninguna otra mujer que no fuera Emma, pero en medio de su borrachera solo agradecía que aquella boca fuera diametralmente diferente. Separó los labios y sintió la lengua invasora de aquella chica, agresiva y juguetona, que logró estremecerlo hasta que sintió el tirón en su bragueta.

Ella también debió sentirlo, porque se quedó muy quieta en un instante. Sus besos abandonaron la boca de Elliot, delineando la curva poderosa de su mandíbula hasta llegar a su oreja y morderle el lóbulo con coquetería.

—Ven conmigo… —murmuró y Elliot sintió que se erizaba ante el tono excitado de aquella voz.

No se molestó en protestar, en objetar, en decir una sola palabra que pudiera detenerla. Se levantó y la arrastró fuera de allí, como si fueran dos adolescentes escapando. Agradeció a la poca iluminación de los corredores, a la velocidad del ascensor y a la luz roja y seductora de su habitación cuando por fin entró en ella.

Pero sobre todo le agradecía al whisky, porque sabía que no iba a recordar una m****a al día siguiente. Se giró para ver a la chica y el nudo en su garganta se afianzó. La habitación se oscurecía por segundos, pero ella resplandecía para él.

Cada centímetro de su cuerpo brillaba tenue mientras se sacaba el sari con movimientos deliciosos que solo lograron secarle la boca. Era preciosa. Preciosa y perfecta aún debajo del velo negro… que al final fue lo único que lo separó de su piel desnuda.

Elliot cerró los ojos cuando sintió sus manos. No era justo que estuviera tan borracho… o quizás por eso cada toque de sus dedos lo excitaba más. Sintió el roce delicado, desnudándolo, el calor que emanaba de aquel cuerpo pequeño cuando se pegó completamente al suyo y su voz… aquella voz que era gemido, éxtasis, deseo y todo cuando dijo únicamente:

—Elliot…

Y eso bastó. El mundo de Elliot Davies se oscureció por completo, para centrarse únicamente en sentir aquel cuerpo. Encontró su boca por instinto, besándola con desesperación mientras la tumbaba bajo su cuerpo. No supo lo que hizo, si acarició, mordió o adoró aquel cuerpo, pero en cierto punto sus oídos se llenaron de aquel concierto de gemidos y súplicas y ya no pudo soportarlo más.

Se coló entre sus piernas, ahogando un grito de satisfacción mientras la penetraba y sentía a la muchacha arquearse bajo su peso y gritar. Notó la resistencia, la tensión, la mordida… pero la oscuridad era perfecta, ella era perfecta y Elliot entró hasta el fondo, completamente, llenándola entre jadeos urgentes y embestidas poderosas.

Encontró su boca en aquella tormenta de pasión, se bebió cada uno de sus gritos y adoró cada uno de sus gemidos, mientras entraba y salía de ella una y otra vez. Era el cielo. Era el puto cielo estar dentro de ella. Sus uñas marcándole la espalda solo lo excitaban más, y aquel olor a mujer deseosa lo enloquecía.

—Eres una diosa… —susurró sin poder contenerse y ella gimió.

Y todos los restos de cordura de Elliot se fueron al diablo mientras se empujaba dentro de ella con fiereza, hasta que su cuerpo se rindió al más perfecto de los orgasmos.

Lo último que escuchó fue su nombre…

Y lo último que vio fueron sus ojos…

Pero …¿por qué sentía que conocía aquellos ojos?

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