LA FÁBRICA 1 (LA LEYENDA DEL HOMBRE SIN DEDOS)
LA FÁBRICA 1 (LA LEYENDA DEL HOMBRE SIN DEDOS)
Por: Laura Pérez Caballero
1

Estaba seguro de haber escuchado un pequeño grito. Pasaba por la entrada de una calle que sabía que no tenía salida y no había ni una sola de aquellas herrumbrosas farolas de luz pobre que alumbrara para poder ver lo que sucedía al final de la misma.

Martín tiró el cigarrillo que estaba fumando y se detuvo mientras metía las manos en los bolsillos. “No se te ha perdido nada ahí” pensó.

Se mantuvo quieto y alerta a la entrada de aquella calle. Su oído era bueno, muy bueno. Se había dado cuenta desde que a los doce años abandonara a su familia adoptiva y se uniera a una de las bandas callejeras de la ciudad. Años de golpes por parte de su padre adoptivo le habían vuelto un chico duro y espabilado y no le llevó mucho tiempo adaptarse.

Todos se dieron cuenta, en seguida, de su habilidad a la hora de intuir la presencia de otras personas y su capacidad para captar sonidos que a otros se les pasaban desapercibidos, así que le usaban para “dar el agua” cuando cometían asaltos en las casa de los adinerados que vivían en los barrios lujosos de las afueras.

“Date el piro, Martín”, se dijo a sí mismo. Sin embargo, enfiló calle adelante con paso lento y silencioso mientras escuchaba los gemidos y las súplicas de la mujer, cada vez más cerca.

Sus ojos  habían ido adaptándose a la oscuridad y ahora podía ver que un tipo alto, de espalda ancha cubierta por una sudadera negra harapienta, mantenía a una chica contra la pared.

Martín comprendió, al momento, que aquel tipo estaba tratando de violarla. Llegó hasta él, colocándose de forma sigilosa a escasos centímetros, y le golpeó ligeramente en un hombro.

Las nubes se movieron empujadas por la brisa ligera de la noche en el momento en que el tipo se dio la vuelta y dejaron al descubierto una luna llena brillante, absolutamente blanca y despejada en el cielo.

La luz plateada permitió a Martín ver el rostro asustado de la muchacha. Aparentaba unos veinte años y sus ojos oscuros se clavaron en los de Martín y a él le pareció que su miedo no se debía sólo al abuso al que estaba a punto de ser sometida.

Aquel segundo de distracción fue suficiente para que el tipo clavara la navaja que usaba para amenazar a la chica en el hígado de Martín.

Se mantuvieron abrazados unos segundos. Un pinchazo caliente recorrió la cadera  y el vientre de Martín, pero, aun sabiendo que tenía el acero dentro de su cuerpo, no sintió miedo.

El tipo le soltó empujándole  ligeramente para extraer el filo de la navaja. La muchacha se había dejado caer al suelo, con la espalda pegada a la pared de ladrillo.

Martín y el de la sudadera harapienta se miraron cara a cara, bajo la luz blanquecina de la luna.

El rostro de Martín estaba pálido y el tipo sonrió mostrando unos dientes blancos perfectos. Aquello se hizo raro, no era algo común en aquel barrio y menos entre los delincuentes.

Martín levantó las cejas extrañado y el otro pensó que era el estupor que debía causar la muerte al llegar.

La muchacha comenzó a llorar con grandes hipidos, como si también pudiera presentir la muerte y aquello supusiera que su propia salvación había quedado truncada para siempre.

El tipo se giró a mirarla. Cuando volvió a dirigir su mirada hacia Martín, recibió su puño cerrado en una de las mejillas. Las manos de Martín le tomaron la cabeza por encima de las orejas y tiraron de él mientras le lanzaba lejos de la muchacha.

Ella se pegó un poco más a la pared.

Martín avanzó hacia el tipo, que se incorporaba. Una de sus manos se tocó la herida de la navaja y miró la sangre chorreando por sus dedos.

—Estás muerto, cabrón —dijo el otro, mientras le miraba.

Martín sonrió un poco.

—No es así como me siento.

Le golpeó violentamente en la cabeza con su bota militar, sin dejar que llegara a levantarse.

Martín se acercó de nuevo a él, que se arrastraba por el suelo. Se puso sobre su espalda y le enganchó del pelo mientras le levantaba la cara hacia el cielo.

La luz de la luna le golpeaba en el rostro. La nuez subía y bajaba en su garganta. Gotas de sangre del cuerpo herido de Martín se derramaban sobre la sudadera negra.

La mente del muchacho se llenó de imágenes de su vida en familia. Su padre y una toalla mojada. Su padre y un cinturón. Su padre y una bolsa de plástico.

Pensó en lo fácil que le resultaría sujetar la cabeza de aquel tipo y retorcerle el cuello.

La muchacha se había levantado y avanzaba hacia él.

Martín, sin mirarla, extendió un brazo hacia atrás con la mano abierta indicándola que se detuviera.

Soltó el pelo del tipo y la cara de éste se golpeó contra el asfalto de la carretera.

Se apartó unos pasos de él y se volvió a colocar la mano sobre la herida.

La muchacha caminó hacia él con el rostro inundado de miedo y sorpresa. Apenas le salín las palabras.

—Tienes que ir a un hospital. Hace rato que deberías estar muerto…

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