Capítulo 1: El Hotel Olympo (2)

Ahí dentro, tras el lavabo, Claire observó su rostro frente al espejo y vio como una lágrima se escurría por una de sus mejillas, pero no la dejó vivir demasiado y la limpió. Ya había llorado demasiado por Pietro y no podía continuar, al menos no por el momento. Una cena estaba a la vuelta de la esquina y no quería estar hinchada, con ojeras y acongojada para aquel momento.

Retocó sus sombras del párpado con esmero, aplicó rímel de nuevo en sus pestañas y acomodó su cabello que en realidad no estaba ni un poco despeinado. Se percibió algo pálida y ruborizó sus mejillas con cuidado. Hacía siglos que no se bronceaba. Tan solo faltaba reaplicar el labial que Pietro le había robado en aquel beso y ya estaría lista para la velada.

Abrió una maletilla para buscar dentro el labial exacto que necesitaba y aquello no tardó en convertirse en una completa odisea. El labial no aparecía por ningún lado, era como si se lo hubiesen llevado a otra dimensión unos duendecillos extraños e invisibles. Claire buscó y buscó, preocupada porque Pietro regresara y ella aun no estuviera lista y, cuando creyó ya no poder dar con el labial, estando a un paso de rendirse, una mirada rápida al tocador que daba a la ventana del baño le bastó para caer en cuenta de todo el tiempo que había perdido. El labial yacía ahí, abandonado en la llanura del tocador.

Rápidamente dio un paso y agarró el labial con desdén. Se ubicó frente al espejo y con delicadeza empezó a pintar sus labios con aquella barra rojo suave, pero, repentinamente, un grito cavernoso y bronco se escuchó fuera de la habitación, tras la puerta de ébano de la habitación y el umbral del baño. Claire giró su cabeza inconscientemente hacía el origen del sonido y manchó su rostro con el labial, sin embargo, mantuvo su posición de alerta por un segundo, tratando de descifrar si sus oídos la habían engañado.

Claire volvió su mirada al espejo y además de notar una expresión de incertidumbre en su ceño, vio como el labial había manchado su mejilla. Estaba dubitativa sobre qué hacer a continuación, y cuando se decidió a tomar un paño húmedo para limpiar el desastre en su rostro, escuchó otro sonido, esta vez era más como un golpe sólido y repentino, pero también fulminante e incisivo como un tiro acertado de rifle de caza y grueso y conciso como un ladrillo que cae desde la cima de una montaña.

No estaba loca, era muy consciente de lo que había escuchado y con ausencia de temor y abundancia de curiosidad limpió el labial hasta que quedó perfecta y dejó el baño varios minutos después para encontrarse con Pietro sosteniendo el picaporte de la puerta de ébano de la habitación. La posición de su esposo no le permitió saber con exactitud si ya había vuelto de enviar los documentos o hasta ahora se preparaba para salir.

—¿Escuchaste? —preguntó él.

—Sin duda. No soy sorda —respondió Claire, avanzando hasta la mitad de la habitación —. ¿Llegabas o te ibas?

—Me iba. Extravié un documento de los que tengo que enviar y lo encontré hasta hace cuestión de segundos…

La respuesta que Claire deseaba no había terminado totalmente cuando fue interrumpida, de repente, por tres golpes secos que sonaron tras la puerta. Parecían ansiosos y apremiantes, y sin embargo ninguno se molestó en acercarse para abrir por la confusión del momento. No pasó ni un minuto cuando hubo otros tres golpes aún más insistentes que los anteriores.

—¡Maldición! —exclamó Pietro, guardando su respuesta para después —. ¡¿Quién es?! —preguntó con tono grueso y de pocos amigos.

El pasador se deslizó por la acción de la mano derecha de Pietro, mientras la mano izquierda abrió la puerta. Afuera, en el pasillo iluminado por una luz amarilla y acogedora, había un hombre de piel morena y contextura delgada que vestía el uniforme del hotel. Pietro deseaba inquirir con tosquedad el motivo de aquella interrupción, sin embargo, se contuvo al ver que el hombre tenía la cara pálida, como si hubiese visto al mismísimo demonio.

—¿Está usted bien? —preguntó, justo cuando Claire, inquieta por comprobar que sucedía, se aproximó —. ¿Necesita ayuda?

—Monsieur Henry… Henry Preston… Preston Blackwood… —intentó decir el hombre. Su mandíbula temblaba sin descanso y titubeaba más de lo que pronunciaba —. Monsieur Henry Preston Blackwood —logró articular por fin ante la mirada curiosa y expectativa de los esposos.

—No —dijo Claire, observando al hombre —, no es la habitación de Monsieur Henry No Sé Qué Más.  —El hombre del pasillo negó con la cabeza casi sin usar el cuello; fue un movimiento sutil, para suerte de los esposos, porque el hombre se percibía tan débil que ambos hubiesen jurado que un movimiento brusco lo hubiese conducido al suelo.

—No, no… no es… eso… no es eso. —titubeó —. Monsieur Henry… Preston…

—Ya entendimos —gruñó Claire, ansiosa por una explicación —. Monsieur Henry Preston Blackwood… ¿qué sucede con él?

—Ha… ha muerto. ¡Monsieur Henry Preston Blackwood ha muerto! —chilló por fin sin detenerse —. Usted… usted es doctora. Necesitamos su… su ayuda.

Los esposos se observaron, y Claire no dudó en salir al pasillo. Sus tacones pisaron el mármol inmaculado, causando un retumbar, y se silenciaron más tarde cuando caminó sobre la alfombra color vinotinto que recorría el pasillo a lo largo y que combinaba exquisitamente con las paredes y la luz amarillenta. Mientras recorría el camino pudo avistar un tumulto de personas reunidas al final, lo que avivó su sentimiento de curiosidad por lo sucedido.

El pasillo dirigía al salón del segundo piso, donde estaba aglomerada la gente. El lugar era bello, pero no se comparaba con su gemelo del primer piso. Había varios sofás, divanes y sillones, además de mesas y abundante decoración como plantas de grandes hojas y jarrones con flores pomposas y frescas. Sin embargo, las personas que allí se encontraban, no estaban haciendo uso de los muebles o admirando los objetos peculiares, en cambio, se hallaban dispuestas a lo largo de las barandas blancas de finas formas curvilíneas que resguardaban el borde que daba al vestíbulo del primer piso.

Los instintos morbosos de Claire la empujaron a ocupar un lugar junto a la baranda, en medio de una señora esbelta de cabello castaño cenizo y un hombre pelinegro que vestía un suéter gris. Sus manos se posaron en el barandal y su cuerpo se inclinó hacia el vacío, permitiendo que pudiese ver con claridad el suceso que había aglomerado a los huéspedes y había dejado sin palabras al hombre que golpeó la puerta de su habitación.

En la mitad de las escaleras se hallaba un cuerpo sin vida, pálido como las nubes e inexpresivo como una estatua. Se trataba de un hombre, y Claire ya conocía su nombre: Henry Preston Blackwood. Había fallecido con los ojos bien abiertos y en una extraña posición. Con seguridad había caído escaleras abajo, y si eso no lo había matado, sin duda si lo había hecho la hemorragia evidente. Bajo la cabeza del hombre, desde una herida oculta, emanaba la sangre fresca, que goteaba lentamente sobre un escalón recubierto por la alfombra vino tinto para después pasar al siguiente y así sucesivamente hasta desembocar en el mármol del vestíbulo y formar un charco espeso.

—¿Cree que… que esté vivo? —titubeó el gerente que llegaba tras Claire en un susurro.

—¿Vivo? —repitió —. Ni de milagro. Basta con verlo para saber que ya perdió demasiada sangre.

La indómita escena la permitió a Claire suponer lo que el personal del hotel ya había descifrado: el señor Henry Preston Blackwood había sido asesinado. La escena era terriblemente inquietante. El lugar, el cadáver, las personas y el momento parecían no concordar. Los presentes tenían caras ciertamente atónitas y apesadumbradas; sin embargo, la curiosidad era el sentimiento que más afloraba en sus rostros. Era como si el vino más añejo y costoso, de la cava más lujosa y la cosecha más prolífera, se hubiese derramado en medio de las escaleras y todos estuviesen ansiosos por darle un trago sin importar que estuviese regado en el suelo, y si aquello no fuese posible, les hubiese bastado con verlo y detallarlo hasta el cansancio.

El grito ahogado y desgarrador de una persona llenó el lugar y los vellos se le pusieron de punta a más de uno. Claire giró su cabeza, buscando a quién pertenecía tal alarido. Una mujer proveniente del pasillo contrario había aparecido en el salón. Era muy delgada; con un cuello largo; de piel blanca, incluso más que la del difunto; cabello oscuro como el cosmos y sin la más mínima onda; además, poseía unos ojos verdes tan apagados que daban cuenta del sufrimiento que cargaba. Llevaba un vestido negro con prestancia, tan largo que se arrastraba tras ella y, con un pañuelo del mismo color, secaba las lágrimas que despedían sus ojos.

—Mi Henry —murmuró, sombría. Caminaba como un alma en pena, bamboleándose presa del dolor. Como pudo, llegó hasta el inicio de las escaleras, se tomó del barandal y se detuvo por un momento. Estaba sumamente afligida, tanto que pareció iba a desvanecerse allí, sin embargo, se agarró fuerte y continuó.

Nadie pronunciaba palabra. Y Claire no le apartaba la mirada a quien, empezaba a dilucidar, era la esposa del muerto.

La mujer descendió por los escalones parsimoniosamente, limpiando sus lágrimas con el pañuelo negro delicadamente bordado. Después de unos minutos estuvo junto al difunto, se arrodilló con elegancia y la espalda muy recta y no pudo evitar soltar un sollozo al vislumbrar el rostro sin vida.

—¡Señora, no debe tocar el cadáver! —exclamó alguien al ver que la mujer alargaba un brazo. Ella se detuvo y dirigió sus ojos hacía el vestíbulo para saber quién le hablaba. Era un hombre con el uniforme del hotel. Claire supuso que debía tratarse del recepcionista o algo similar —. Hemos llamado a la policía y han dado órdenes expresas de que nadie toque el cadáver hasta que arriben —aclaró, subiendo los escalones a prisa, en medio de la mirada de los huéspedes —. Permítame ayudarla a ponerse en pie, señora —dijo, posando su mano en la espalda de la mujer.

—¡¿Cómo osa tocarme?! —gruñó la mujer, observando al hombre con los ojos entrecerrados y las cejas juntas y en dirección al suelo.

—Discúlpeme, señora Blackwood, no pretendía ofenderla —. Con aquellas palabras Claire confirmo lo que ya sospechaba, en efecto la mujer era la esposa del difunto.

—¡Por los clavos de Cristo y la inmaculada Virgen María! —exclamó alguien que se encontraba en la baranda del costado contrario a dónde estaba Claire —. Ya hemos tenido suficiente con esta terrible desgracia como para ocasionar más daños. Dejemos esto en las manos de Dios y de las autoridades. —Las palabras provenían de una monja; Claire lo supo porque vestía un hábito blanco e impoluto y, sobre su cabeza, ocultando su cabello, portaba un velo negro y opaco, pero no por ello menos pulcro —. Venga conmigo, señora Blackwood —dijo la monja con voz maternal, ofreciéndole ambas manos y esbozando una sonrisa que no expresaba felicidad, hipocresía, o pesar, sino más bien una que inspiraba confianza y paz —. Tenga la seguridad de que Dios nos envía a todos dónde lo merecemos. Si su esposo fue bueno en vida, seguro ya está en el cielo rodeado de ángeles, arcángeles y todos los santos, regocijándose en la gracia infinita del señor.

La señora Blackwood escuchó atenta las palabras de la monja y, llevada por la especial dedicación de esta, la tomó de ambas manos y se puso en pie.

—Hermana —dijo, observando a la religiosa.

—Dígame, señora.

—Y si mi esposo fue malo… ¿A dónde irá? —preguntó, en medio de sollozos, y Claire pudo advertir como sus ojos se iluminaron de una forma especial.

—Si no se arrepintió, irá al infierno —respondió la monja sin rodeos, pero aún con su voz condescendiente —, A arder entre las llamas eternas junto a quien cometió este crimen y ante la vista atenta del señor de las tinieblas.

La señora Blackwood asintió, dando a entender que comprendía, y permitió que la religiosa la dirigiera escaleras abajo con lentitud.

Las mujeres llegaron al iluminado vestíbulo, alumbrado por un gran candelabro con incrustaciones de esmeraldas colombianas y diamantes africanos, bajo el cual se erigía una estatua muy peculiar, tallada en el mármol más blanco del mundo, donde los 14 dioses griegos que alguna vez habitaron el Olimpo luchaban por alcanzar algo que el escultor parecía haber olvidado tallar sobre sus cabezas.

—¿Señoras, desean alguna cosa en especial? —preguntó el mismo hombre que hacía un momento había perturbado a la viuda —. El hotel se encargará de ello sin problema.

—Ay, Dios mío —suspiró la monja —. Ojalá las cosas materiales pudiesen llenarnos en verdad…

Las dos imponentes puertas del hotel, hechas del ébano más costoso y único que los constructores pudieron encontrar, se abrieron de par en par, víctimas de un ventarrón abrupto, permitiendo así la entrada de miles de gotas de lluvia y de un frio penetrante. Todos dirigieron su mirada hacía allí, instintivamente, y en ese mismo instante se vio como un relámpago poderoso recorrió el cielo, seguido de un trueno ensordecedor.

La inmensamente generosa luz les impidió divisar a los presentes que el rayo había golpeado contra una montaña alpina a rebosar de nieve, causando una avalancha que pocos minutos más tarde caería sobre la única carretera que dirigía al hotel, bloqueándola e impidiendo el paso de cualquier vehículo.

—Esa es la ira de Dios —aseguró la monja —. Algo terrible ha sucedido aquí esta noche y su disgusto es inmenso —agregó antes de desaparecer junto con la señora Blackwood rumbo a otra estancia.

Varios hombres y mujeres, pertenecientes al personal del hotel, corrieron a contener las fuerzas de la naturaleza y, con ahínco, lograron cerrar las puertas. El ambiente retorno a una vieja normalidad y los susurros y murmullos inundaron el lugar. Todos se habían contenido a fuerzas de voluntad para no dar su opinión o señalar al posible asesino, pero con la viuda fuera de vista y la conmoción de la noticia digerida, era hora de dar paso a las habladurías.

—Esto es insólito —aseguró alguien muy cerca de Claire —. Para esto vinimos hasta tan lejos —. Era Pietro, mucho más alto que ella y dentro de un esmoquin que le otorgaba algo de altivez —. ¿Crees que hayan capturado a quien lo hizo? —Claire negó con la cabeza.

—Pero sí puedo decir que estoy gratamente asombrada, por más extraño que suene —dijo la mujer, caminando hombro a hombro con su esposo para ver al cadáver más de cerca —. Hace un momento hubiera asegurado a capa y espada que en este país no ocurría absolutamente nada interesante, que lo más exótico era el desborde de dinero y personalidades. Ahora sé, de primera mano, que hasta lo que aparenta ser infinitamente calmado tiene sus sorpresas.

Claire no sentía absolutamente ninguna repulsión frente a los muertos o la sangre. Los largos años que había pasado en la universidad estudiando medicina, viendo cadáver tras cadáver y enfermedad tras enfermedad, le habían envuelto en una dura coraza que repelía el asco a los componentes del cuerpo humano ya fuese en vida o en la muerte.

—Es desagradable —refunfuñó Pietro —. Ojalá limpien eso rápido. No me agrada tener que verlo.

—Te desmayarías si vieras lo que yo he tenido que ver. El señor Blackwood murió con dignidad, por decirlo de alguna forma. Muchas personas se orinan y otros incluso se cagan luego de morir. —El rostro de Pietro se contrajo y pasó saliva. Claire había hablado con la simple intención de incomodarlo y no pudo evitar sonreír —. No hubieras durado un día en la escuela de medicina.

—He ahí la razón por la que tú eres la doctora y yo soy el abogado —dijo él, completamente seguro de su afirmación —. Tú tampoco hubieses aguantado un solo día en la escuela de derecho…

El sonidillo molesto de una campanilla aguda llegó a los oídos de la pareja y de todos los huéspedes. El sonoro objeto estaba siendo tocado por el mismo hombre que había llamado a la puerta de la habitación.

—Buenas noches, damas y… y caballeros. —Parecía mucho más calmado, ya no estaba pálido y el titubeo en su hablar había desaparecido en su mayoría, pero no del todo —. Mi nombre es… es Hasin Bharat Mhaiskar, soy el gerente del hotel Olympo. Ante… ante todo debo ofrecerles una… una sentida disculpa en… en nombre del hotel, el personal y, sobre todo, en mi… mi nombre. Está claro que… que nadie preveía el desafortunado incidente que… que ha ocurrido en esta… esta tormentosa noche, sin embargo, ha sucedido, y… y debemos tomar medidas drásticas al… al respecto porque la seguridad de… de ustedes, nuestros huéspedes, está primero que cualquier otra… otra cosa. Tomando en… en cuenta lo anteriormente dicho y el hecho de que indudablemente hay…—se detuvo por un momento —hay un… un asesino entre nosotros, hemos decidido cancelar la… la cena y en su lugar, les… les pido amablemente, se dirijan al… al gran salón. Allí encontraran todo tipo de… de comodidades para hacer su breve y momentánea estancia más… más amena. Podrán volver a sus respectivas habitaciones cuando la… la policía haga presencia. Agradezco su… su comprensión y espero acaten mis… mis sugerencias.

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