6

—Tranquilízate... —murmuré, deseando ser una bomba sexy para atrapar a aquel ángel.

Lamento decirlo, pero yo no era una mujer excepcionalmente bella. Nunca me había considerado especial como para resaltar entre la multitud y tampoco me importaba. De hecho, había algo en mí, un aire más bien sombrío y receloso, propio de aquello que se debe ocultar. Solía mirar a la gente con antipatía, sobre todo a la gente aglomerada. Evitaba por todos los medios socializar. En general, la humanidad me parecía despreciable, sobre todo aquellos atributos asociados a la arrogancia y la estupidez de las personas, la política y la falsa moralidad. Yo vivía en mi propio mundo, un mundo repleto de libros y rock and roll y solo a dos personas amaba verdaderamente, a mi padre y Araminta, con quienes me mostraba como realmente era: alegre, inocente y encantadora. De los demás me era imposible tener un buen concepto. Físicamente me conformaba con ser alta y delgada, de rostro ovalado, larga melena negra y lisa —más bien alborotada—, ojos oscuros, rasgos imperfectos, ni tan masculina ni tan superficialmente femenina. Siempre en jeans, grandes suéteres y zapatillas deportivas. Aunque sabía muy bien que no podía aspirar a competir con mujeres guapas, en algunos casos, podía tener posibilidades. Con eso era suficiente para vivir. Bueno, casi suficiente. En realidad debajo de esa máscara de disfrute de la soledad y el aislamiento, se escondía algo desesperadamente triste: yo deseaba ser feliz con alguien. Hablo de una pareja. Llevaba dos años de religiosa castidad y en el fondo solo anhelaba tener a alguien a quien amar. Nunca había tenido un amor verdadero y por desgracia, tampoco una cura para ello.

—No, definitivamente no —afirmé con un ademán de resignación.

—Eres hermosa, Carena y sé que ya no quieres estar sola, pero ten cuidado en quien te fijas —añadió Araminta con tono agudo y regañón—. A veces no entiendo en qué mundo vives. ¿Cómo es que no sabías de estos “raros”? Debes socializar más, Carena. Pasas demasiado tiempo estudiando —continuaba con el sermón mientras nos encaminábamos a la parada del transporte—. Mañana nos embriagaremos —sugirió mirándome con una sonrisa traviesa.

—¡Eso sí que me preocupa! —Reí con ganas—. Embriagarme con una degenerada.

—¡Sí! en el Bar del Oro, algo encontraremos —agregó con tono alegre y simpático. Le sonreí irónicamente porque mientras ella se revolcaba con hombres y mujeres cada vez que frecuentábamos aquel bar, el desierto de mi soledad parecía no tener fin. Pronto el camino de entrada a la universidad había sido despejado y el transporte por fin había llegado.

Eran cerca de las ocho de la noche cuando llegué al pequeño apartamento donde vivía con mi padre, Héctor Weisz. Un hombre noble, activo e inteligente de 45 años, escritor y profesor universitario. Pese a su alto porte, rizado y abundante cabello, bigote grueso y tierno mirar, permanecía triste y soltero. Mi madre había muerto cuando yo era una niña. Poco o nada recuerdo de ella y aún desconozco los detalles de su muerte, pues papá era muy reservado con el tema. Simplemente sostenía que enfermó de una extraña dolencia para la cual no existía cura. Sé que vivían en Vancouver, pero después de la muerte de mi madre, papá decidió mudarse a la ciudad de Victoria en atención a una oferta de trabajo como decano de la Facultad de Artes y Humanidades en un prestigioso instituto universitario.

Así que papá rentó un apartamento pequeño, pero cómodo y ventilado por la brisa del Pacífico, en el tercer piso de un edificio situado en una de las calles más coloridas y transitadas de la ciudad —calle estrecha con tiendas elegantes y edificios antiguos de bajo porte que parecían ser pintados cada día— ubicado además, a poca distancia de un puerto rebosante de elegantes embarcaciones, sofisticados restaurantes y cafeterías llenos de turistas y de gente influyente del Sistema. Desde entonces, mi padre y yo vivíamos solos y apartados de cualquier tribu numerosa de parientes. Quizá eso explicara parte de mi naturaleza. Éramos unos solitarios, papá y yo. Pese a lo anterior, crecí siguiendo todas sus normas —incluido el gusto por los clásicos del rock— rodeada de su cariño incondicional y con una sensación de absoluta libertad. Se esforzaba día a día por mantenernos a flote, pues no nos era permitido vivir una vida de abundancia y los impuestos, se llevaban la mayoría de los ingresos familiares. Nunca me quejé, fui feliz a su lado al punto de no sentir la ausencia de mi madre. Durante el día, cada uno se dedicaba a sus actividades y por las noches, solíamos salir al cine o al teatro, pero nunca tuvimos la suficiente confianza como para que él me confiara lo que sentía en el plano sentimental o yo le contara sobre mis infortunios amorosos.

—¡Papá! —grité dirigiéndome hacia su habitación con la idea que estuviera en ella para planear alguna salida, pero estaba vacía. Quizá, también fue víctima del tráfico.

Papá siempre cocinaba para mí, pero esa noche, el horno brillaba precisamente por la ausencia de ¡comida! ¡Demonios! Sopa instantánea para ti, Carena, protesté en mi interior y justo cuando terminaba mi cena, llegó exhausto de la calle, mascando una pastilla para combatir la acidez. Cerró lentamente la puerta a sus espaldas y me saludó mientras colgaba las llaves.

—Buenas noches, Carena —dijo con voz cansada.

Se quitó su saco marrón y lo colocó en el sofá junto a su maletín.

—Buenas noches, papá. ¿Qué sucedió? Pensé que tendríamos algún plan esta noche —comenté y me dirigí a lavar los platos.

—Imposible —contestó—. Fue un día desquiciado, empezando con un tesista abandonado por su tutor que logró convertirse en mi calamidad personal, aderezado de varios estudiantes solicitando revisión de notas y otras misceláneas...

Se acercó a mí y besó mi frente.

—¡Vaya! No sigas por favor —exclamé ya sin intención de preguntar por mi cena.

—¿Por qué no sales con alguien, Carena? —inquirió observando con decepción la cena que había preparado—. Un novio, por ejemplo.

—Gracias, papá —mascullé lanzándole una mirada herida—. Para tu información saldré mañana.

—No te molestes, Carena. Tienes 24 años y no te he visto salir con nadie más desde Adriel. Llevas demasiado tiempo sola.

—No quiero hablar de eso, papá —objeté apenada y torpemente desvié la conversación. ¡Política! Fue lo que se me ocurrió—. ¿Escuchaste sobre la reciente ola de detenciones?

—Sí —asintió con la indiferencia con la que se habla del clima—. Estuvo entre ellos un viejo amigo poeta. Afortunadamente ya está controlado.

—¿En serio, papá? ¿Poetas?

—Poetas, escritores, intelectuales, estudiantes, hasta cineastas y actores.

—¿Esto no te parece un terrorismo caprichoso fraguado desde las artes?

—Bueno, allí los ves —comentó sombríamente—. Sentados en una terraza tomando café con sus suéteres oscuros hasta el cuello y fumando cigarrillos muy largos, derrochando una aparente inofensividad cuando en realidad viven rumiando ideas peligrosas. Te sorprendería la cantidad de inteligencias soberbias y rebeldes que pululan en los escondrijos más detestables de la ciudad, amenazando al Sistema y procurando la proximidad de su caída. Ten cuidado con ellos, Carena, están en todas partes.

No pude menos que reírme de su apocalíptica expresión.

—El único acto terrorista que deseo forjar en este momento, es tu ayuda para terminar un trabajo sobre Poe —agregué en tono de soborno—. Seguro podrás ayudarme con eso.

—Ahora no, Carena. Estoy cansado —protestó mientras se marchaba a su habitación.

—¡Vamos, papá!

—Eres excelente en lo haces, Carena —replicó—. Lo último que necesitas es mi ayuda.

—Bien —refunfuñé arqueando las cejas, todavía resentida por su comentario inicial.

Papá era un fanático del Sistema y seguía con vehemencia todos sus principios, incluso podía llegar a ser muy obstinado en ciertas ocasiones y cuando se ponía en el plan de que debía buscar novio, llegaba a ser realmente irritante. Cuando al fin terminé el trabajo sobre Poe eran las doce de la noche y papá se había ido a dormir. Me dirigí a mi habitación, agotada, pensando en el ensayo final del Setenario, de Alfonso X, el cual debía entregar en una semana. Debo buscar ese libro en la biblioteca, recordé. Me metí a la cama y contemplé largamente el afiche de mi héroe, John Lennon, quien parecía decirme desde lo alto, con su expresión soñadora, que todo lo que necesitaba era amor. Me di la vuelta sobre el costado y me quedé dormida al instante. Soñé con conspiraciones y con unos hermosos e infinitos ojos oscuros que me miraban malhumorados...

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