(3)

Martha Grey despertó de un largo sueño. Lo primero que pudo distinguir del lugar donde se encontraba no provenía de la vista, sino del olfato. Olía a humedad. Pero no a una humedad fresca, sino a algo que le lastimaba las fosas nasales en cada inspiración. De inmediato un dolor punzante le recorrió la espalda. Estaba acostada en una dura cama. Atada del cuello como si fuera un perro y completamente desnuda se irguió a duras penas. La cadena que sujetaba su cuello era corrediza y le permitía cierta movilidad. Se levantó cuidadosamente e inspeccionó el lugar donde estaba. Era una mazmorra, algo así como un cuarto diminuto y sucio. A Martha le recordó a las prisiones en las fortalezas de la antigüedad, como en la época de la Revolución Francesa.

Sus ojos apenas estaban adaptándose a la oscuridad, cuando de pronto, las luces se encendieron. Del techo colgaban dos pesadas lámparas en forma de péndulo. Emitían una luz blanca bastante intensa e incómoda si le miraba directamente. Es como mirar el sol – pensó Martha.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la intensa iluminación, pudo ver frente a ella, una celda idéntica a la suya. Había una mujer allí también. Y estaba desnuda al igual que ella. Era más delgada que ella y se cubría los pechos en un intento de proteger su intimidad. La muchacha vio a Martha, la estudio unos instantes con la mirada y volvió a bajar la vista al suelo. Martha no sabría decir si estaba apenada, asustada, triste o todo al mismo tiempo.

Paseó la mirada por el lugar y pudo ver otras celdas como la suya, una de hecho estaba a lado suyo. En todas había mujeres desnudas, sucias y desaliñadas. Entonces escuchó pasos que provenían desde la escalera. Algo descendía. Algo se estaba aproximando. Martha retrocedió unos pasos y recordó al hombre que la había rescatado de una violación segura. Recordó sus ojos, sus bellas facciones y la forma en que había matado a aquellos desgraciados tipos que querían hacerle daño.

Martha retrocedió todo lo que pudo en su celda y trató de refugiarse en la poca oscuridad que aún quedaba allí. Se acurrucó en una esquina, deseando desaparecer. Cerró los ojos un momento, y cuando los abrió, una mujer vestida totalmente de negro estaba frente a su celda. Martha emitió un grito y poso su mano para ahogarlo. La mujer con ojos de serpiente la miró unos instantes y balanceó la cabeza de un lado a otro, como si hiciera ejercicios para el cuello. Martha vio que llevaba guantes de seda color negro. La mujer se llevó una mano a los labios, y con los dientes, se retiró el guante, dejando al descubierto una mano con solo cuatro dedos, una mano horrible, de color blanco que parecía la de un reptil; unas uñas alargadas completaban la escena de horror. La mujer miró a Martha y sonrío. Martha quiso gritar de nuevo, pero en lugar de eso, se tapó los ojos y trató de arrinconarse aún más en su celda, como una presa acorralada.

Cuando volvió a abrir los ojos, un par de minutos después quizá, la mujer no estaba allí, pero podía oírla caminar aún demasiado cerca. Escuchó que hablaba con otra prisionera. Pero Martha solo pudo escuchar un nombre: Madeleine.

De pronto, la horripilante mujer se colocó en el centro de la habitación, allí, donde estaba, era visible perfectamente para las cuatro prisioneras. Martha vio que la mujer se quitaba su pesada gabardina y lo que vio después, la horrorizó aún más: Llevaba un rebozo, tan común como el que usaría una madre y dentro del rebozo había un bulto pequeño. Martha vio que una cabeza diminuta asomaba y supo que se trataba de un bebé. La mujer se quitó el rebozo y tomo al niño entre sus brazos. Era niño, de eso no había duda, pues Martha pudo ver el pequeño pene en la entrepierna.

— ¡Déjalo, perra! – gritó la mujer de la celda contigua. La que la criatura había llamado Madeleine.

La mujer de negro la miró y entonces Martha pudo ver, desde el ángulo en el que se encontraba, como los ojos de serpiente se transformaban repentinamente en unos ojos hermosos, ojos color ámbar, tan bellos y cautivadores que tuvo que resistir el impulso de seguirlos contemplando.

— No le hare nada, querida mía – dijo la criatura con voz dulce – Por el contrario, les daré a este pequeño para que lo alimenten y lo cuiden.

La mujer se paseaba a lo largo del estrecho corredor que separaba ambos lados de las celdas. El bebé dormía plácidamente con el rostro recargado en el hombro de la criatura.

— No me mires así, Madeleine – dijo la criatura – Pensaba dártelo a ti, pero en vista de tu actitud… Bueno… Voy a divertirme un rato más con él. ¿Verdad cariño? – La mujer movió ligeramente el cuello y besó al bebé en la cabeza.

—  Que ¿Que va a hacer?  – preguntó la mujer de la celda frente a la que se encontraba Martha.

— Oh… Susi… ya verás – respondió la mujer. Volvió al centro y pasó la mirada por cada una de las prisioneras. Sonrió animadamente, bajó la mirada y volvió a levantarla. – Queridas mías – dijo Stacy – este pequeño es el primero de la temporada. Ustedes se preguntarán a que me refiero. Bien, pues esté bebé es hijo de una mujer como ustedes y de mi hermano Rob. – Ninguna de las prisioneras habló. – Así que es un buen comienzo, para nosotros las criaturas de la noche, porque esté niño es la prueba de que nuestra raza continuará su existencia en este y otros mundos.

— Es mentira… Es mentira… Es mentira… — La voz de Susi iba aumentando los decibeles. A medida que su letanía subía de volumen, se tapó los oídos y comenzó a dar vueltas en su celda. Stacy la ignoró por un momento, pero después se volvió a mirarla y uno de sus brazos comenzó a estirarse de forma imposible hasta alcanzar por el cuello a Susi. Las demás gritaron al unísono al contemplar la pavorosa escena. El brazo de Stacy se convirtió en una garra de color ocre, levanto a Susi unos cuantos centímetros del suelo y susurró en voz dulce y apenas audible.

— Guarda silencio, mi amor, por favor.

Susi asintió. Tenía una mueca de terror en el rostro y había comenzado a temblar. Stacy asintió también y la enorme garra regreso a ser un brazo femenino bello y esbelto.

— Bien, Como les decía, esté bebé es un buen comienzo para nosotros. Incluso es bueno para ustedes, mis amores. Porque significa que no tendrán que parir una y otra vez.

Martha sentía un nudo en la garganta, en su mente no había cabida para cosas como las que estaba viendo. Y en todo caso, no podía imaginarse como podrían ellas, cuatro mujeres asustadas y desnudas, vencer a una criatura como la que estaba frente a ella.

— Pero saben – continuó Stacy con seriedad. El bebé seguía dormido y ella le daba pequeñas palmaditas en su espalda. – Yo no pienso seguir con esto, mi sitio es en un lugar más alto, no cuidando de las mujeres preñadas, ni siendo una estúpida y simplona emisaria de alguien que debería estar lamiéndome los pies – Miró de nuevo a cada una y se detuvo ante la celda de Martha. – Mi sitio es en la cima – dio media vuelta y volvió al centro. – Así que dejare que se lleven a este pequeño – Las prisioneras intercambiaron miradas. Stacy soltó una carcajada. – No se emocionen queridas, que no todas saldrán de aquí – Dicho esto, Stacy sacó un revólver que había permanecido escondido debajo de sus ropas. Martha abrió los ojos como platos y las demás la imitaron.

La criatura se acercó a la celda de Susi y le extendió el revolver. Susi lo miró sin atreverse a tomarlo y sin comprender muy bien que estaba ocurriendo.

— Vamos, Susi querida – dijo Stacy – Tómalo – Dentro de la recamara hay dos balas. Quiero que pongas el cañón en tu boca y jales el gatillo, tu suerte decidirá si mereces vivir y será la suerte la que decida quienes saldrán de aquí.

Martha vio que Susi palidecía, parecía a punto de desmayarse. Sabía que, si la mujer se negaba a tomar el arma, todas pagarían las consecuencias, eso sin mencionar lo que la criatura le haría al bebé.

Finalmente, Susi tomó el arma con manos temblorosas. La miró unos instantes antes de ponerla en su boca.

— Confío en mi suerte, perra – dijo Susi con voz firme, pero no exenta de miedo.  

Stacy no dijo nada. Un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Entonces, Susi jalo el gatillo y la bala le atravesó el cráneo. La bala salió desde detrás de la nuca y rebotó contra la pared de la celda. Las tres prisioneras restantes volvieron a gritar como si fueran un coro. Stacy se limitó a agacharse y tomar el revólver que había quedado en el suelo. Por increíble que pareciera, el disparó no despertó al bebé, era como si se estuviera sumiendo en un sueño profundo en los brazos de la criatura.

Stacy caminó a la celda frente a ella y dio a Madeleine el revólver, no sin antes hacerle una advertencia.

— No intentes dispararme querida, no servirá de nada  

Madeleine tomó el revolver entre sus manos y lo miró tal y como había hecho Susi hace solo unos instantes. Se le veía indecisa, probablemente en su mente estaba intentando encontrar una forma de salvarse, una forma de salir de allí sin tener que recurrir a su suerte. No encontró ninguna. Una lagrima resbaló por su mejilla, colocó el arma en su boca, cerró los ojos y apretó el gatillo. Nada. Madeleine soltó el revolver al suelo como si le quemará las manos y comenzó a temblar descontroladamente, como si la temperatura del lugar hubiera descendido por debajo del punto de congelación.

— Excelente, amor – dijo Stacy. Se agachó de nuevo y tomó el revólver.

— Tu turno cariño – dijo extendiendo el arma a Martha Grey. Ella lo tomó de inmediato, casi arrebatándoselo y apuntó a Stacy cuando esta dio media vuelta para colocarse en el centro.

— No servirá querida – dijo Stacy con una absoluta calma en su voz.

Martha no hizo caso y disparó contra la criatura. Nada. Disparo una segunda vez y tampoco paso nada, una tercera y nada. Finalmente, bajó el arma y comenzó a llorar, cayó de rodillas y retrocedió hasta que su cuerpo desnudo toco la pared de su celda.

Stacy se acercó a la celda, paso una mano entre los barrotes y dijo en tono amable y conciliador:

— Anda cariño, es tu turno. No nos hagas esperar, si Rob o Dean regresan, ninguna tendrá la oportunidad de salir con vida.

Martha se obligó a serenarse. No sabía si lo que decía la criatura era cierto, pero era su única esperanza. Había disparado tres veces y sabía que casi con toda seguridad le esperaba la muerte si apretaba el gatillo una vez más. Se levantó y al igual que Madeleine, comenzó a temblar; además sudaba profusamente. Tomó el arma y la metió en su boca y tras unos segundos apretó el gatillo. Nada. Se había salvado. La criatura seguía frente a ella, le apuntó y disparó, entonces, la bala paso de largo el cuerpo de la criatura como si no hubiera estado nunca allí. Por un momento, Martha creyó haberle disparado directo en el pecho, pero cuando ella caminó de nuevo al centro con toda tranquilidad, vio que a quien había matado en realidad había sido a la mujer de la celda de enfrente. La bala había perforado la arteria femoral de la mujer, de la cual no sabían su nombre. Se desangraba rápidamente. En pocos minutos un charco de sangre cubría casi la totalidad del espacio que la separaba de la celda de Martha.

Martha gritó, cayó al suelo y de nuevo rompió a llorar.

Stacy dejo al niño en el suelo, tomó su gabardina y comenzó a subir las escaleras. Volvió su cabeza una última vez y dijo:

— Lárguense de aquí – Su voz no sonó femenina esta vez, sino espectral y un poco gutural.

Inmediatamente después, las celdas comenzaron a abrirse. Martha seguía llorando, cubriéndose la cara, cuando la mano de Madeleine le tocó el hombro. La ayudo a levantarse. Madeleine tomó al bebé en brazos y salieron al exterior. Estaban aún desnudas, pero no les importaba, estaban vivas y tenían una oportunidad de escapar.

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