Capítulo 02.

Enseguida me invadió el olor a café y a estrés. También un poquito a muerto, pero eso fue porque la segunda morgue necesitaba mantenimiento.

Toda el área de Homicidios abarcaba dos largos y anchos pisos de ese alto edificio. En el primer piso del departamento estaba el cuerpo administrativo donde se hacía todo el papeleo y registro de los casos. Ya en el segundo piso estaba todo lo referente a la investigación y análisis; con ello me refería a toxicología, balística, forense, etc.

Varios agentes me saludaron por cordialidad, unos con un movimiento de cabeza, otros con la mano, algunos sonrieron, pero muy pocos dijeron «Buenos días». Allí siempre había algo que hacer y por eso todos estaban más pendientes de terminar con sus asuntos que saludar a una persona con amabilidad. Y yo pues respetaba y entendía sus razones, aunque no fueran del todo correctas.

Subí unas cortas escaleras hasta llegar al segundo nivel de mi área de trabajo. En este piso se sentía más la ansiedad, el estrés, era como una tensión en el ambiente que podía llegar a su punto máximo y explotar. Al mismo tiempo, percibí el olor a alcohol y comida. Mi pequeño estómago no dudó en rugir apenas recibió el olor de la parrilla, alguien estaba comiendo hamburguesa. Agité mi cabeza en un intento de apartar el hambre; no funcionó, pero sí logré concentrarme y retomar el camino.

Las hamburguesas de verdad que eran mi debilidad. Si pudiese elegir una sola cosa para comer toda mi vida, sería ese delicioso conjunto perfecto de pan, carne, salsa, tomate, lechuga y cebolla. Eso, señoras y señores, es probar un pedacito de cielo.

Comencé a prestar más a atención en las personas a mi alrededor y entonces noté lo estresados y cansados que se veían. Sin embargo, tenían bastante energía y ganas de hacer su trabajo porque no dejaban de ir de un lado a otro buscando sabrá Dios qué.

Ese ajetreo se debía al lugar donde vivíamos.

Birdwallace era una ciudad un poco pequeña en comparación con las demás ciudades de Minnesota. Lo único malo que tenía Birdwallace era la vida criminal. Aquí había demasiados casos de narcotráfico, asesinatos, robos, secuestros, violaciones... eran muchos los criminales que emigraban a nuestra ciudad. Por otro lado, no podía faltar la corrupción en las autoridades. Muchos agentes de la estación estaban comprados al igual que uno que otro político. De hecho, el alcalde estaba mezclado con el tráfico de drogas. Sin embargo, agradecía que aquí en el área de Homicidios todos nos conocíamos lo suficiente para saber que nadie estaba yéndose por lo corrupto; eso era contra de los valores morales que juraron nunca romper cuando comenzaron a trabajar, por lo tanto, debían cumplirlo sin importar qué.

—Dios bendito, escuchaste mis plegarias —Rosa, una de las forenses, tomó el café—. Gracias, Sage, en serio, si no tomaba café me iba a volver loca entre tanto muerto.

—No es nada —me encogí de hombros.

En realidad, lo odiaba, pero no lo dije, mantuve mi linda boca cerrada.

Los cadáveres en las camillas llamaron mi atención.

— ¿Qué tienes ahí? —curioseé.

—Suicidio —señaló a la mujer de la izquierda. Se veía mayor, de unos cincuenta años—. Homicidio y violación —señaló a la muchacha más joven, calculaba unos veintisiete años a lo mucho.

A veces ver tantos casos de asesinatos me hacía valorar la vida y verla desde un punto de vista diferente. Uno donde debía gozar de cada día como si fuese el último, brindarles todo mi amor y cariño a mis seres queridos, y dejar de quejarme tanto por mi actual empleo.

¿A quién engaño? Nunca dejaría de quejarme hasta de mi propia existencia.

Además de que siempre vivía cada día con normalidad, casi rutinario. Nada iba a pasarme. De hecho, la muerte nunca me había asustado. Muchos le temen por ser algo desconocido, oscuro, doloroso, perverso, el «fin», no abrir los ojos otra vez, desaparecer de la faz de la Tierra. Pero yo no lo veía así. Para mí, la muerte era solo eso: muerte. No experimentas dolor cuando pasas de un mundo a otro, tampoco sufres; es un sentimiento de vacío que se transforma en paz y tranquilidad. A menos que, claro, tu vida terrenal fuese por el mal camino y entonces así sí deberías preocuparte. Porque depende de ti, y solo de ti, si después de morir tendrás una experiencia llena de paz o una de dolor y castigo eterno.

Eso decía Dante Alighieri en su libro, la Divina Comedia. La verdad es que yo no tenía ni idea de cómo era la muerte ni de cómo se sentía —por supuesto— pero el mensaje de su obra era bastante lógico y asertivo para los que creen en la existencia del Cielo y el Infierno.

En un acto de curiosidad plena no pude evitar preguntarme, ¿habrá vida después de la muerte? Es decir, cuando morimos, ¿reencarnamos en otras personas o estamos destinados a repetir esta vida para siempre como un bucle del tiempo sin fin?

Di un último vistazo a los cuerpos y retrocedí lo suficiente.

Al parecer estos cadáveres liberan toxinas que me hacen reflexionar.

— ¿Tienes algo que entregar? —insinuó Rosa señalando con su dedo índice los papeles en mis manos. Al principio estaba ida pero luego caí en cuenta. Chasqueé los dedos y le apunté con mi dedo.

—Gracias por recordármelo.

Salí de la morgue en dirección al ascensor. Mi siguiente parada era el departamento de Narcóticos que se encontraba justo arriba de nosotros. Agradecía que ayer arreglaran el elevador y que ya no tenía que bajar y subir escaleras a diario; mis piernas no lo soportaban más. Sin embargo, en medio de mi atosigo por entregar los papeles, una vocecita familiar me hizo detener.

—Alto, rayo veloz —fue Murphy. Estaba con su cadera recostada en un escritorio mientras leía unos papeles—, están reunidos aquí.

Suspiré y caminé tan rápido como pude hasta la sala de reunión.

Eso me pasa por no prestar atención.

Allí era a donde iban todos los detectives de todas las áreas cuando había un homicidio, secuestro, tráfico de drogas o cualquier otro caso que sea un alto crimen o que simplemente no se había logrado resolver.

En cada departamento había una sala de reunión. Si se trataba de un narcotraficante pequeño —porque cuando son grandes, se encarga la DEA—, las reuniones eran en el departamento de Narcóticos. Si se trataba de un secuestro, se reunían en la oficina del departamento Antisecuestro y Extorsión. Y así sucesivamente, pero si estaban aquí era porque había un asesinato complicado.

Una vez que estuve frente a la sala pude ver a través del vidrio que reemplazaba las paredes. Noté que mi supervisor y teniente en jefe de Homicidios—Terrence Burns—, estaba explicando algo que había en la pizarra. Además, podía ver al sargento y jefe de Narcóticos—Jason Powell—, junto a un par de detectives más.

Entré en silencio para no interrumpir a Terry, caminé hasta donde estaba Powell y le entregué sus papeles con total discreción. Sin embargo, cuando creí que había hecho todo bien, Burns carraspeó y me hizo un ademán para que me acercara.

¿Cómo me escuchó?

—Detectives, ya recordarán a Sage —los presentes asintieron haciéndome sentir un poco incómoda. Mi jefe me miró—. Eres la más joven y por eso necesito que me ayudes con algo —pasó su brazo por mis hombros—. ¿Es casual que una mujer de cincuenta años se suicide porque la despidieron?

Mi momento de brillar del día; aquí es cuando me siento algo más que una mesera.

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