Capítulo 01.

Toda mi vida he deseado ser una detective. Al mejor estilo de Sherlock Holmes. Desde pequeña gozaba de ver películas policiales con mi abuelo paterno Adrien, al igual que leer sus novelas sobre desapariciones extrañas y jugar a los detectives en el colegio; pero a medida que pasaron los años, me enfoqué más en la psicología dejando mi pasión por el misterio como un pasatiemp...

— ¡Fíjate por donde caminas, niña estúpida! —gritó con molestia un hombre desde la ventanilla de un taxi. Y vaya que estaba molesto.

Apresuré el paso hasta llegar a la acera. Suspiré al estar a salvo y seguí caminando.

Entonces, siguiendo con lo anterior, a pesar de que dejé el misterio atrás por algunos años, mi pasión seguía allí y ese fiel sentimiento de querer salvar al mundo estaba latente y cada vez se hacía más presente. Pero claro, yo no era ningún tipo de superheroína, por lo tanto, mi objetivo se resumió a querer acabar con las ilegalidades de la pequeña ciudad en la que vivía.

Pertenecía a ese pequeño grupo de personas que cuando se proponen algo, luchan y luchan hasta conseguirlo. De las que se volvían locas buscando el código ganador en las tapitas de la Coca-Cola para ganar en los concursos.

Nunca gané ninguno, por cierto. Ni los de I*******m ganaba, pero eso era otro tema y la verdad no quería ponerme depresiva en medio de la calle. A veces se me atravesaba el instinto suicida.

Bromeo.

¿O no?

Entré al Centro de Investigaciones con cuidado de que el café que tenía en mi mano derecha no ensuciara los papeles que ocupaban la mano izquierda. Levanté la mirada para enfocarme en el camino y noté que un chico de cabellera rubia y brillante como los pequeños rayos del sol, vestido en una camisa blanca con una chaqueta verde fluorescente, se acercó saludando y sonriendo con diversión.

Era Ben.

—Miren lo que el sol me trajo, a la señorita Sherlock —bromeó estando a unos pocos metros de distancia—. ¿Cómo ha estado tu mañana?

—Increíblemente asquerosa —zanjé. Él soltó unas risas pequeñas—. Siempre hago la misma m****a. Sacar copias, comprar café, dulces extraños. Estoy harta —al final de la oración solté un gruñido leve lleno de frustración—. Lo único que se acerca a lo bueno es cuando me medio incluyen en los casos. De resto, todo es una m****a.

Ben reía bastante divertido por mis quejas. De verdad que le causaba gracia mi sufrimiento rutinario.

— ¿Qué te pasa? —pregunté, molesta, al ver que su risa no cesaba. Aunque en realidad, verlo así me daba ganas de unirme a su risa, pero no, no iba a abandonar mi fachada orgullosa—. Habla o te echo el café encima.

—Ya, calma, fiera —suavizó su risa para dejar una sonrisa juguetona—. Nadie dijo que sería fácil ser asistente.

— ¡Nadie dijo que en realidad me convertiría en una sirvienta guion esclava! —exploté. Ben aún no dejaba de verme con diversión, como si yo fuese no sé, un payaso.

Relájate.

Probé con tomar una gran bocanada de aire para calmar mi enojo matutino. Ben lo notó así que negó varias veces con la cabeza como si yo no tuviese remedio.

La verdad es que ese trabajo me hastiaba de una manera increíble. Agradecía la oportunidad, claro que sí, después de todo era un favor, ¡pero era un favor para que yo fuese detective, no mesera! Y me molestaba, me molestaba verlos en acción, haciendo todas esas cosas de perseguir asesinos seriales o asesinos simples. Y sí, me incluían en alguno que otro caso para que diese mi opinión desde una perspectiva más joven, pero todos eran casos estúpidos —no me malinterpreten, todas las vidas son valiosas, y si su muerte fue ocasionada de forma intencional, merecen justicia a diestra y siniestra—, pero yo solo quería uno real, uno histórico, de los que trauman a la sociedad completa impidiéndoles salir de sus casas. Ese era el que yo ansiaba.

Bajé un poco la vista y me di cuenta de que Ben tenía el aparato para las multas junto a una libreta con un bolígrafo.

— ¿Te tocó ser inspector de tránsito hoy? —no es que me importase, solo quise ser cordial.

Ben era un buen compañero de trabajo. Era un amigo, pero no tan cercano, él era casi como un conocido que te encontrabas siempre en la panadería o en la farmacia, pero que no se veían en otro lado ni quedaban para ninguna otra cosa.

El chico miró el aparato y lo agitó con suavidad.

—Como todos los días del año hasta que se den cuenta de mi potencial y me asciendan a oficial —se oyó molesto, muy disgustado. Él tampoco estaba conforme con su trabajo.

Noté que su ceño se frunció un poco, como si recordara algo que le incomodara.

— ¿Sabes qué desprecio de esto? —se refería a ser inspector del tránsito. No esperó mi respuesta, solo continuó—: Que cuando multas a alguien por no cumplir las reglas, van y te insultan como si les hubieses matado a su propia madre. Lo peor de todo es que no puedo contraatacar ni ser igual de grosero como quiero porque me metería en un problema mucho más grande.

Suspiré con profundidad.

Nuestros trabajos eran frustrantes, agotadores tanto físico como mentales, eran demandantes como una mamá sobreprotectora que te indicaba constantemente que debías cumplir las reglas al pie de la letra, eran insoportables y cualquier otro adjetivo similar, pero así los queríamos.

Era una relación tóxica en su totalidad.

Miré a Ben. El chico se veía exhausto, las ojeras ya estaban de un morado muy oscuro y se empezaba a formar una bolsa en las mismas. Él era dos años mayor que yo, pero con esas ojeras se veía más viejo, más cansado.

—Creo que lo mejor que podemos hacer es tener paciencia —opté por calmar las aguas y adoptar una postura reflexiva, casi como la de un sabio—. Si algo me enseñó la vida fue a siempre esperar las cosas buenas a pesar de lo malo.

Sonrió de labios cerrados. En sus ojos no había diversión ni burla, sino comprensión y tranquilidad. Como si mis palabras lo reconfortaran, le dieran esperanzas.

—Debo ir a cumplir mi papel de esclava —avisé—. No vayas a matar a nadie, por favor.

—No me presiones —comenzó a caminar, y aunque al final susurró algo, pude escuchar perfectamente lo que dijo—: No me hago responsable de mis impulsos.

Riendo por lo bajo y negando la cabeza, caminé hasta tomar el ascensor. Estando sola en la cajita de metal, tarareé la canción de espera y tras unos largos segundos, entré al departamento de Homicidios.

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