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Daniel no sintió que se había empapado, ni que estaba lloviendo, ni que todo alrededor se había vuelto un diluvio sino hasta que de repente el agua se detuvo. Miró arriba y encontró que alguien sostenía un paraguas para él, lo cual era inútil, pues ya estaba completamente empapado.

—Si sigues aquí bajo la lluvia –dijo la voz de una chica, aunque era de sospecharse, pues ella tenía el cabello largo hasta la cintura, y tenía todos los atributos de una mujer—, te vas a resfriar, ¿sabes?

Él no dijo nada, sólo miró de nuevo al frente, ignorándola.

—¿Sabes? –siguió ella—, tengo un grupo de amigas—. Daniel no la miró, aunque sí se preguntó qué tenía que ver eso con él—. Nos hacemos llamar las sin—madre. Todas perdimos a nuestra madre cuando éramos unas niñas—. Él frunció el ceño, pero siguió sin decir nada. La chica se sentó en el suelo mojado al lado de él, y no tardó en mojarse toda también. Llovía a cántaros, y el paraguas no era suficiente para los dos—. La madre de Marissa murió de cáncer cuando ella aún era un bebé –siguió diciendo ella—. La de Nina se fue con un hombre y la dejó con sus abuelos. La de Mer murió en el parto. Y la mía –ella suspiró—, murió en un accidente de coche—. Se estuvo en silencio por unos segundos—. Yo iba con ella –siguió, y al fin Daniel se giró a mirarla—. Recuerdo el momento como si acabara de suceder. Ella perdió el control del coche, y estaba lloviendo, como ahora. Nos salimos de la carretera… Sólo tenía siete años. Mi hermano dice que debí morir yo y no ella… Y le tengo terror a los autos.

Se estuvieron en silencio por espacio de un minuto, y Diana terminó casi tan empapada en agua como él. La lluvia no había amainado, por el contrario, ahora se escuchaban truenos a la distancia.

—No te digo que con el tiempo van a sanar tus heridas –siguió ella—. Eso es mentira, nunca sanan. Pero aprenderás a recordarla con alegría, y eso será bastante.

Recordarla con alegría, pensó Daniel.

Durante este par de días horribles, llenos de funerarias y cementerios, no había pensado en ella con alegría. Sentía ira, sentía decepción.

Ella había hecho muchas cosas a sus espaldas, como, por ejemplo, decidir que desde ahora viviría en esta casa y que Jorge Alcázar tendría su custodia; él era su adulto responsable y apenas se enteraba. Había estado enferma con una grave afección del corazón, pero no había considerado oportuno contarle lo que le pasaba a él, a su único hijo.

Tenía derecho a sentirse triste y traicionado.

Pero entonces la imagen de ella, abrazándolo y acunándolo en las épocas en que estuvo enfermo vino a él como un rayo de luz en medio de su cielo nublado. Su madre bromeaba con él, reían juntos a menudo y habían desarrollado un lenguaje sin palabras que les permitía comunicarse rápido y eficientemente. Siempre se habían dicho que el uno era el amor de la vida del otro, y así ninguno de los dos se había sentido solo, al menos por su parte. Le había hecho falta su padre, claro que sí, pero tenía a su madre, y sólo con ella se sentía más que afortunado.

Ella le había enseñado todo lo que sabía, y cuando él la superó en conocimientos, los papeles se intercambiaron. Fue a trabajar con ella siempre, así estuviera alguno de los dos enfermos o no. Comieron en la misma mesa y el mismo plato siempre, fueran finos, caseros, o comidas rápidas. Cuando era pequeño, ella le tomaba la mano para cruzar la calle. Cuando él se hizo mayor, le tomaba el brazo a ella para que se apoyara en él y no fuera a tropezar. Era su madre, y sólo se tenían el uno al otro, tenían que cuidarse entre sí.

—Yo… —empezó a decir él, con voz quebrada, pues el llanto, ese esquivo que no había acudido a él mientras la enterraba, aparecía por fin— acabo de perderla… —siguió— y ya la echo de menos—. Y dicho esto, se echó a llorar.

Era como si acabara de comprender que ahora estaba verdaderamente solo en la tierra. No tenía más familiares, no conocía a su padre, no tenía tíos, o primos lejanos. No había nadie a dónde ir.

De aquí en adelante, debía valerse por sí mismo, sufrir en silencio, alegrarse en silencio.

Ausencia, vacío. Esas palabras no llegaban a cubrir ni la mitad de lo que en este momento estaba sintiendo. Su madre había sido siempre la persona más importante en su vida, y ahora no estaba.

¿Ausencia? ¿Vacío? Súmale desconsuelo. Nadie le podría regresar a su madre.

Se preguntaba cómo era que el mundo alrededor seguía girando, cuando todo su universo se había derrumbado.

Ya no había nadie que cuidara de él, descubrió. La persona en la que antes se apoyaba, y se reía de sus aciertos y desventuras ya no estaría allí más.

Estaba solo.

—Lo sé –susurró ella, contestando a su queja y apoyando una mano delicada en su hombro—, pero sólo tú puedes hacer que ese dolor se convierta en fuerza. Fuerza para no rendirte y seguir adelante.

Daniel elevó a ella su cara y la miró al rostro por primera vez. Su belleza exterior concordaba perfectamente con la interior, se dio cuenta; y fue allí, en ese instante, en ese abrir y cerrar de ojos y sin saber realmente lo que estaba pasando, que se enamoró. De una vez y para siempre.

Ella sonrió, y Daniel, al ver que estaba empapada, sintió que despertaba de un trance. ¿Por qué estaba él aquí bajo la lluvia? ¿Por qué lloraba delante de ella como un niño pequeño, cuando no le faltaba mucho para convertirse en un adulto? ¿Cómo era posible que un hombre hecho y derecho como él mostrara tal falta de carácter y permitiera que una dama viniera a rescatarlo a él? ¿Cómo había permitido que ella viniera hasta él y se empapara también?

—Mi nombre es Diana –se presentó ella con la misma sonrisa de antes.

—Ah… yo… Daniel. Mi nombre es Daniel.

—¿Entramos?

—Sí, claro que sí.

Desde una de las ventanas de la casa, Jorge fue testigo de la escena. No alcanzó a sentir celos ni desconfianza. Una voz vino a él como si retumbara desde un lugar olvidado en su conciencia.

“Esta sangre está destinada a unirse”.

Fue como un golpe en su pecho. ¿Lo que había dicho esa loca a él y a Sandra hacía veinte años era verdad, acaso? Hicieran lo que hicieran, ¿los Santos y los Alcázar terminarían juntos?

No se había podido con Sandra y con él. ¿Repararía el Destino este error uniendo a sus hijos?

—No es posible –susurró no sabiendo si reír o molestarse. El chico era un pobretón, hijo bastardo, y tal vez sin ninguna habilidad, pero ya los veía unidos mucho más allá del matrimonio.

Los vio caminar bajo el paraguas hacia el interior de la casa. En un momento, les pudo ver el rostro y fue cuando descubrió que él la miraba con una luz que antes no había estado allí, y ella sonreía con desenfado, siendo que su hija odiaba a todos los chicos de su edad por causa de su hermano mayor. En ese momento, lo supo.

Esta sangre estaba destinada a unirse.

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