Venganza ñoña

 

-6 de Octubre de 2017-

13:45 por fin. La última clase del día había terminado, y mientras todos sus compañeros apagaban sus computadoras con avidez y desesperación, Andrés y Mateo continuaban tecleando un código enorme que parecía no tener fin. Era un proyecto escolar de proporciones casi épicas: era el brontosaurio de los códigos, y si todo salía bien, el ejecutable derivado de su trabajo podría convertirse en una app para teléfonos móviles de gran uso para todos los alumnos de la vocacional, ya que mostraría en amigables pantallas los horarios de clase de cada uno, el cronograma de eventos culturales y científicos,  las calificaciones obtenidas durante no solo el semestre en curso, sino todo el historial académico, así como también algunas minucias como el menú de la cafetería, los costos de los exámenes extraordinarios y el calendario de actividades de los equipos deportivos. Era como tener toda la información de la escuela en la palma de la mano, y lo mejor era que la base de datos que hacía correr al programa se alimentaba únicamente de hojas de cálculo que los propios maestros y alumnos llenaban en el centro de cómputo.

Dado que era una tarea titánica, hacían un gran esfuerzo por no distraerse con nada, y eso incluía no hablar entre ellos ni voltear hacia ningún lugar. Tal situación los convirtió en presa fácil de aquellos a los que, por alguna razón, no les caían bien:

—¡Miren nada más! — exclamó Arturo, el chico rubio que meses antes había amarrado a Andrés a un poste de luz en uno de los patios de la escuela —. ¡Pero si son la pareja de “putiñoños” navegando en internet! ¿Qué buscan, weyes? ¿Otros putos como ustedes viviendo en la zona? ¿Quieren tener cyber-sexo con ellos?

La risa de los jóvenes que lo acompañaban se dejó escuchar estruendosamente. Andrés se despojó de sus audífonos y los miró con rencor. Ni siquiera ahí lo dejaban a en paz. Esto se tenía que terminar…

— ¿No te pareció, pendejin? — preguntó un muchacho moreno un poco más bajo que él, pero con muchísima más masa muscular de lo que Andrés hubiera soñado tener alguna vez.

— No me pareció ¿qué? — respondió el joven con otra pregunta, intentando desesperarlo.

— ¡No te hagas el chistoso, putito infeliz! Arturo te dijo que si estabas buscando citas “gay” en Internet, y no le contestaste cabrón, ¡respóndele!

Andrés se levantó de su asiento y en un acto bastante estúpido e inconsciente, lo encaró. Mateo trató de tomarlo del brazo y sentarlo otra vez, pero incluso era más débil que su amigo y el resultado fue poco menos que infructuoso.

— ¿Internet? ¿En serio? Esto que ves aquí, es una puta pantalla negra con código. Es C++, un lenguaje de programación que nos permitirá crear una App que cargaras en tu puto teléfono para ver el calendario y resultados de los juegos, además de tus propias calificaciones, las cuales, dicho sea de paso, son un regalo de los profesores, porque no pueden reprobar a los jugadores del equipo de futbol americano…

Eso había sido demasiado. El aludido derrumbó a Andrés con un puñetazo en la cara muy bien acomodado. Había sangre en el suelo, y el joven programador sabía bien de dónde venía; su nariz parecía estar rota. Aun así, se levantó e hizo lo único que le había enseñado su papá para defenderse: dar una patada en los “huevos”. Afortunadamente para él, dio en el blanco. Su agresor cayó al suelo de inmediato, presionando con demasiada fuerza sus genitales.

Esto fue lo peor que Andrés pudo haber hecho, porque de inmediato los compañeros del lesionado cayeron furiosos sobre él. Le llovieron golpes de todo tipo: codazos, puñetazos, patadas, rodillazos y a juzgar por lo que sintió, también algunos cabezazos.

Ya no pudo levantarse tras esa golpiza. Solo pudo ser testigo de cómo Mateo era pateado en el suelo y despojado de su playera de dragón cósmico, sus tenis amarillos con grabados de calendario azteca y su pantalón de mezclilla azul. Luego, casi prácticamente desnudo, su amigo fue golpeado nuevamente y sujetado a una de las mesas del laboratorio con cinta “canela”. Quedó de espaldas a los agresores, con el trasero al aire y la cabeza pegada a la superficie de la mesa.

Llegó el turno de Andrés. Dado que su condición actual era la de un mero “bulto”, quitarle la ropa fue una tarea sencilla para los agresores. Rompieron su camisa azul, la que había comprado en la convención de las guerras galácticas del año pasado, y luego escupieron sobre ella. Sus pantalones no la libraron tampoco, pues inmediatamente después de quitárselos fueron orinados por el moreno al que le había dado la patada en los testículos.

Luego, con cierta habilidad y destreza, lo colocaron sobre su amigo maniatado. Pusieron especial detalle en que sus genitales coincidieran con el trasero su amigo, y luego lo pegaron también a la superficie de la mesa. Sus manos extendidas estaban bien fijas sobre Mateo debido a la presión ejercido por la cinta adhesiva.

— ¡Miren! ¡Son los “cyber-putos”! ¡Se meten al taller de informática para coger entre ellos y luego meterle sus pitos a la computadora! — dijo Arturo en voz alta, mientras sus compañeros de equipo tomaban fotos. Andrés intentó hablar, y entonces se dio cuenta de que también tenía cinta en la boca.

—Saqué varias fotos chingonas, ¿qué dicen “banda”? ¿Las subo a PublicBook? — preguntó el más alto de todos, uno de cabello chino y largo al que le apodaban “Harlem”.

— ¡A huevo! — dijeron a coro los demás.

Luego sobrevino el silencio. Todos estaban ocupados dando “arriba pulgar” a las fotos de Andrés y Mateo en redes sociales. Aprovechando el momento de distracción, Mateo se las arregló para tirar un monitor al suelo. El ruido no fue necesariamente ensordecedor, pero como toda la escuela estaba callada ya, el golpe sonó mucho más estrepitoso de lo que en la realidad había sido.

Estúpidamente, los jugadores de futbol americano solo rieron ante el hecho. Uno de ellos hasta le puso una zape a Mateo, “por pendejo”, según dijo. En lugar de escapar, siguieron en el salón tomando fotos y algunos videos. Nunca se dieron cuenta de que una profesora había llegado al salón y miraba la escena con horror:

— ¡Por todos los cielos! ¿Qué carajo está pasando aquí?

Era la ingeniera Valdés, que había acudido al salón después de escuchar que uno de sus amados equipos de cómputo había sufrido una caída.

— ¿Arturo? ¿Iván? ¿Qué hacen aquí? ¡Ustedes no toman ninguna clase en esta aula! Ay no… — dijo al ver a Andrés y a su amigo maniatados uno sobre el otro con cinta adhesiva.

Los intentó despegar, pero era prácticamente inútil hacerlo sin la ayuda de unas buenas tijeras. Sin pensar demasiado en lo que estaba a punto de decir, enunció:

—Ustedes ocho: reporte de agresión y “a título de suficiencia” automático en las dos materias que les imparto. Lárguense de aquí antes de que haga esto más grande.

—No puede hacernos esto — dijo Arturo con una sonrisa —, somos las estrellas de la escuela, usted sabe, el “grandioso equipo de futbol americano”.

—Tiene razón, Arturo, debería de ser más severa… también voy a buscar que los suspendan una semana. Y al que siga hablando lo voy a ridiculizar en la siguiente reunión de padres de familia; no solo ustedes tomaron fotos del incidente.

Los agresores tragaron saliva. Un escándalo de esta magnitud podría poner fin a sus becas deportivas y sus sueños de estudiar una carrera en una universidad “de paga”. Abandonaron el salón silenciosamente y una vez en el patio corrieron en diferentes direcciones.

Entretanto, en el salón, la ingeniera Valdés trataba de liberar a los jóvenes informáticos con la ayuda de un “cutter”. Una vez “despegado” Andrés, este tomó la pequeña navaja de oficina y se encargó el mismo de liberar a su amigo. La profesora se sentó en su silla visiblemente agotada. Al igual que sucedía con ellos, el esfuerzo físico no era precisamente lo suyo.

—Lo siento, muchachos. Yo… no pude llegar antes. Ahora sus fotos están flotando en la red, e incluso tal vez ya hasta se volvieron virales. Lamento de verdad que esta escuela cuide más a los deportistas que a los intelectuales como ustedes.

—No se preocupe “inge” — agregó Andrés — nos ha enseñado bien, y sabemos cómo borrar cosas de la red. Para mañana le aseguró que ya no habrá nada.

La docente asintió con desconfianza y luego dijo:

— ¿Quieren que llame a sus papás para que les traigan un cambio de ropa? No pueden salir así a la calle.

—Si, por favor — respondió Mateo de inmediato.

Andrés no dijo nada. Sabía que sus papás no vendrían ni aunque los llamaran; hacía mucho tiempo que no querían nada que tuviera que ver con él. Su amigo notó su preocupación al momento y dijo:

—Solo a mis papas; ellos también se encargarán de traerle ropa a Andrés. Es que los suyos no pueden venir porque trabajan en el distrito.

La ingeniera asintió y salió del salón para llamar por su teléfono celular. Era evidente que no quería que los chicos escucharan lo que iba a decir. Mateo se encogió de hombros y recogió sus cosas con desgano. Andrés lo tomó del hombro y le dijo:

—No te preocupes. Esos perros nos la van a pagar. Te lo prometo.

***

Habían sido un par de noches muy largas, pero al fin lo había conseguido. A través de aplicaciones “malware” halladas en la “deepweb”, Andrés había logrado eliminar hasta el último rastro de las fotos que el equipo de futbol americano les había tomado a Mateo y a él. Pero no solo había hecho eso, sino que también había deshabilitado el acceso a sus cuentas de PublicBook, dándole vía libre para editarlas como mejor le pareciera. Dado que les encantaba todo lo “gay” lleno sus muros con material acorde al tema.

Pero eso no era la venganza. El verdadero desquite vendría a través de sus teléfonos: como parte de los “beneficios” obtenidos con el malware, ahora tenía la lista de los números de todo el equipo de americano a su disposición. Y ese era el momento preciso de usarlos.

Era sábado y el reloj marcaba las 11 de la mañana. El equipo de futbol americano se estaba reuniendo en el patio de la escuela para subir al camión que los llevaría hasta Tlalpan para enfrentar a los Borregos del tecnológico Campus Sur.

El camión no partía aún. Lo supo porque el rastreador satelital le decía que los teléfonos aún no habían comenzado a moverse. Esperó algunos minutos y su paciencia dio frutos: el transporte comenzó a moverse. Abandonó el estacionamiento de la escuela y se integró al tráfico de la Avenida central. Se detuvo un momento en el semáforo de la estación de mexibus “Vocacional 3” y luego avanzó con gran lentitud con dirección a Ciudad Azteca.

Andrés miraba el monitor con gran atención sin perder detalle de la trayectoria del autobús, y cuando llegó a la altura de la calle de Tejupilco, musitó:

—Adiós amigos. Siempre los recordaremos como lo que en verdad eran: unas personas de m****a que nunca le aportaron nada a la sociedad. Espero que en el infierno tengan equipo de futbol americano…

Luego tecleó algunas órdenes en su computadora y aguardó algunos segundos. El avance del transporte se cortó de pronto; solo un punto parpadeante era mostrado por el rastreador satelital.

Andrés sonreía sin parpadear. Se mantuvo así durante poco más de diez minutos. Solo una llamada telefónica de Mateo lo sacó del curioso trance. Su amigo estaba asustado, y decía con frases entrecortadas que alguien había hecho volar en pedazos al autobús en el que viajaba el equipo de fútbol americano de la vocacional. Tras algunos segundos de silencio, y presionado por las insistentes preguntas de su camarada, Andrés finalmente dijo:

—No lo sé amigo. Hay que gente que solo quiere ver al mundo estallar…

Y luego colgó. La venganza estaba consumada.

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