5. AUNQUE TENGA QUE ABRIRME CAMINO...

Grillo

Mi mente tiene un bloqueo fuerte, extenso y violento. Escucho las palabras de Luciana pero no puedo creerlas. Sin embargo su rostro es tan impasible que parece una estatua. Ni siquiera se ve enojada, solo… ¿decepcionada?

Me limpio la cara con el antebrazo y asiento para mí mismo mientras salgo por la puerta como si el diablo me pisara los talones. No tengo absolutamente nada que hacer aquí, al menos no hoy, no después de… esto.

Luciana no pudo ser más clara. No está enamorada de mí, ya no.

Hago el camino de regreso en tres zancadas y me encuentro a Theo todavía sentado en la cocina con Santiago y con César, aunque al parecer ya ha comido porque le han dado una paleta de postre. Lo levanto en brazos y me vuelvo hacia mi hijo:

—No te hagas ideas equivocadas, no es tu hermano.

Veo que César abre mucho los ojos y luego los fija en Solecito que llega detrás de mí, y se recuesta en el marco de la puerta cruzando los brazos.

—Mañana voy a venir en la tarde para que hablemos —le digo a Santiago y no es una invitación—. Tú… —Señalo a Luciana—. Uno de estos días vamos a hablar de la forma en que utilizas a la gente, y tú —me giro hacia el maldito de Corso y le hablo en esa voz tan baja que es una amenaza segura—, se llama Luciana, no te atrevas a decirle Solecito de nuevo.

Salgo del restaurante con un genio de mil diablos, y ya Lucrecia y Marcia están esperándome junto al auto. Los dejo a todos en casa de Thiago media hora más tarde y por primera vez en semanas voy a mi departamento. Tengo que poner demasiadas cosas en orden, empezando por mi cabeza.

Me encuentro todo limpio y ordenado, olvidé que alguien viene a hacer el aseo cada semana. Abro la ducha para darme un baño y lo pienso antes de entrar, tengo en la piel el sudor de mi Solecito, es difícil desprenderme de eso ahora que por fin lo tuve de vuelta.

Cierro los ojos y por un momento siento un poco de tranquilidad. No me importa que Luciana me odie, al menos ahora sé donde está, y está cerca.

Me acuesto en el sofá de mi habitación y me echo una manta encima porque ha empezado a hacer algo de frío, es normal en estos meses.

Me cruzo un brazo sobre la frente y rememoro cada segundo de lo que acaba de pasar. Luciana me usó, como se usa el jabón con que uno se lava las manos. No hubo nada de amor en lo que hicimos, sólo sexo duro y seguro, sólo sexo, de ese que jamás había existido entre los dos.

Se quitó las ganas conmigo, posiblemente de la misma manera en que se las ha quitado antes con otros. No soy tan estúpido como para creer que en estos años Luciana no ha tenido sexo con nadie más, pero tengo el presentimiento de que hace muchos, muchos años, que Luciana no hace el amor.

Rememoro sus besos, su urgencia, la fuerza de su cuerpo, sus movimientos mientras me cabalgaba con desesperación. Mi verga se estremece sólo de recordar la humedad y el calor de su coño. Luciana es diferente ahora, es una mujer hecha y derecha, que soporta el dolor pidiendo más en lugar de lloriquear como lo hacía hace quince años.

¿Acaso fue una despedida lo que me dio?

¿Eso fue un “hola y adiós”, un “hazme tuya y mañana no me llames”?

No Solecito, esto está muy lejos de terminarse. Sí, es cierto, la cagué en grande, pero no voy a alejarme de nuevo, no ahora que sé que los necesito.

Duermo con un sueño pesado y vacío, y me despierto en medio de la noche buscando, como tantas otras noches, el cuerpo de Luciana a mi lado. Sin embargo no está, no ha estado durante quince años… pero ya estará.

Apenas está amaneciendo cuando me levanto. Me visto con la misma informalidad de siempre y me hecho un poco de gel en el cabello para que empiece a acomodarse, si lo voy a dejar crecer de nuevo no puedo andar con las greñas metidas delante de los ojos.

Me estaciono en un aparcamiento privado que hay frente al restaurante de Corso y espero ahí un par de horas, hasta que veo llegar el trasto con ruedas que tiene Luciana. ¿Es que no le da miedo andar en esa cosa?

Veo que sale del auto y lleva una sonrisa retratada en el rostro. Me encantaría creer que yo soy el causante de eso pero sé que no es así.

Me dispongo a alcanzarla y tropiezo con alguien. El hombre se disculpa en perfecto español y me llama la atención su acento sureño. Le devuelvo la disculpa y cuando sigue su camino decido esperar, Dios sabe por qué hace las cosas. Es mejor si no entro y le pido  que hablemos, porque no quiero hacer un escándalo en el restaurante. Ya son demasiadas cosas las que quiero que me perdone, no necesito añadirle otra cagada.

—¿Te vas a pasar todo el día aquí afuera? —Santiago viene todavía con el uniforme escolar y la clara intención de convertir este intercambio en un campo de batalla.

—Si es lo que necesito hacer, sí —respondo con seriedad—, soy muy insistente.

—¿No te parece que es un poco tarde para perder el tiempo con tanta “insistencia”?

—Nunca es tarde cuando se trata de las personas que uno quiere —le aseguro.

—Lo dice el hombre que abandonó a mi madre —reclama con rabia y puedo verme a mí mismo hace quince años, con mi propia rabia, mi poco sentido común y mi ceguera.

—Yo no sabía que tu madre estaba embarazada, Santiago.

—¡Igual hubiera sido una cobardía quedarte sólo por eso! —me escupe.

—¿Entonces qué mierda querías que hiciera? —no le levanto la voz, no hace falta. Santi es tan alto como yo y entiende cuando está hablando con un hombre y no con su mamá.

Aprieta lo labios de frustración.

Los dos gruñimos y luego resoplamos con fastidio… a la misma vez… y nos miramos. Supongo que a pesar de mi impotencia y sus reproches, es evidente que nos parecemos demasiado.

—Santiago hay mucho que tú no sabes. —Meto las manos en mis bolsillos y miro al suelo, que es el único lugar que no me da vergüenza mirar.

—Mi madre no me ha ocultado nada —asegura y sé que ese no es el problema.

—Tu madre tampoco sabe la mayoría de las cosas que pasaron hace quince años, o al menos eso creo —le respondo—. Si tú quieres yo puedo contarte… —Lo miro y siento esa duda inmensa de hasta dónde sea conveniente ser sincero con él—. Después de todo ya estás lo bastante grande para conocer el mundo del que venimos tu madre y yo.

Espero una respuesta pero no recibo la que esperaba. Santi se acomoda la mochila y se encoge de hombros antes de soltarse a explicar:

—La verdad no sé si sea lo mejor. Mira Alonso, yo crecí queriéndote, como uno quiere a Papá Noel o a Dios, sin saber si existen. Me alegro de que estés vivo porque siempre es mejor tener un padre vivo que muerto… pero no me causa una felicidad especial tu presencia, porque sé que mi mamá salió muy lastimada en todo esto.

—Lo sé. Y no me estoy justificando —le aviso—. Abandonar a Luciana es la peor decisión que he tomado en mi vida, pero pensé que tu madre y yo no estábamos destinados a estar juntos… después de todo, yo soy el responsable de que tu abuelo esté tras las rejas.

La boca de Santiago se abre tanto y durante tanto tiempo que creo que se le va a desprender la mandíbula.

—¿Tú fuiste el que reunió las pruebas contra mi abuelo? —me sorprende que esté al tanto de la vida criminal de la familia, pero si ese hecho le sorprende entonces significa que quizás Luciana tampoco lo sabe.

—Así es.

—Pero… ¿por qué? —parece no entender.

—Porque mandó a matar al hombre por el que te nombraron: mi padre. —veo una expresión extraña en sus ojos—. Tu abuelo, Santiago Fisterra, era un periodista investigativo que osó redactar algunas verdades sobre la corrupción de los negocios del señor Santamarina. Le dieron varios escarmientos en forma de golpizas y un día sencillamente lo desaparecieron.

Santi aprieta los dientes.

—¡Qué familia más jodida me tocó! —murmura—. Que no se te ocurra decirle nada de esto a mi madre, porque entonces sí que te va a linchar.

Se acomoda mejor la mochila y hace ademán de despedirse.

—Espera, Santiago… —me rasco la cabeza como solía hacer antes, cuando no había nada de pelo ahí arriba—. Yo sé que no puedes llamarme “padre” ni nada parecido... pero de verdad quiero tener la oportunidad de conocerte. ¿Puedes dármela? ¿Por favor?

Pareciera que le cuesta y lo entiendo. Yo a su edad tampoco sabía perdonar. Jamás lo hice, de hecho, pero supongo que uno lo ve desde otro punto de vista cuando los que necesitamos ser perdonados somos nosotros.

—Puedo hablar contigo, si quieres —acepta un poco reacio todavía—. Tengo libres las mañanas los miércoles y los viernes; pero en el momento en que eso me cree un problema con mi madre ahí muere. ¿Entendido?

Asiento y veo que entra al restaurante. Me subo al auto con una sonrisa de agradecimiento en el fondo de mi corazón: no ha sido un graaaan avance, pero ha sido algo y aunque sea un par de veces a la semana voy a estar más cerca de Luciana y de mi hijo.

Por lo pronto mi prioridad es aprender sobre ella.

Necesito conocerla, reconocerla, saber qué la mueve, qué le excita, qué desea.

Luciana ya no es la niñita tímida y ansiosa de antes. Es una mujer en toda regla y esa mujer dejó a su niña interna muy atrás, para luchar por la felicidad junto a  nuestro hijo.

En los días que siguen comienzo a hacer el recorrido desde el restaurante hasta su casa. Investigo y doy con su piso y hasta con su número de departamento, pero no figura bajo su nombre, con razón no la encontraba. El departamento es propiedad de César Corso, su jefe... ¡y espero que sólo eso!

¿Por qué viven en su departamento?

¿Qué tiene que ver Luciana con ese hombre?

¿Vivirán juntos aquí?

Las preguntas me comen la cabeza porque Luciana cada día va más linda al trabajo y yo cada día siento más ese instinto posesivo que desarrollé con ella en el tiempo en que estuvimos juntos. Finalmente, al tercer día me ganan los celos.

No me malentiendan, estoy plenamente consciente de que no tengo ni el más mínimo derecho a reclamar absolutamente nada… pero una cosa es que mi cerebro lo entienda, y otra cosa muy distinta es que  mi corazón lo permita.

Veo a Santi salir para ir al colegio y me dirijo al ascensor con una idea muy clara de todo lo que haré. Toco a la puerta con suavidad y en el mismo momento en que la abre preguntando quién soy, me cuelo dentro del departamento sin mirarla siquiera.

—¿Qué estás haciendo aquí? — protesta pero yo voy de habitación en habitación, asegurándome que no hay nadie más, y con nadie me refiero por supuesto al idiota de César Corso.

Vuelvo a la sala y debo parecer un león hambriento que no ha encontrado presa.

—¡Pregunté: ¿qué estás haciendo aquí?! —hay rabia en su voz y me decido a enfrentarla, pero la puerta sigue abierta y ella est…

—¡¿Esa te parece la mejor manera de abrir una puerta?! —le grito porque está chorreando agua desde el cabello hasta los pies, y está envuelta sólo en una pequeña toalla que apenas le tapa el trasero.

—Yo abro la puerta de mi casa como se me antoja, Grillo. —dice con tanta calma que me exaspera todavía más.

—¿Pero es que no tienes ni un poco de pudor? —le reclamo y literalmente se ríe en mi cara.

—¿Es una pregunta o necesitas una confirmación visual? — dice con sorna.

Los dos estamos pensando en la Luciana de hace quince años, lo sé. Era una chica hermosa y tierna, delicada como una florecita y tan tímida que jamás habría… ella jamás habría…

Me apoyo en uno de los muebles cuando Luciana se saca la toalla y queda completamente desnuda frente a mí, con la cabeza un poco ladeada, evaluando mi reacción y esa condenada puerta abierta de par en par.

—¿Te volviste loca? —corro a cerrarla y pego a ella mi espalda, como quien necesita algo de lo que sostenerse para no caer.

Luciana sigue desnuda frente a mí. Sus curvas son suaves y redondas, sobre su abdomen bajo se ve una cicatriz larga y fina que debe dar testimonio del nacimiento de mi hijo. Sólo por eso su cuerpo es mil veces más hermoso de lo que era antes, y mi verga tira contra mi bóxer como un perro con hambre… con un hambre infinita de Luciana.

Sí, quizás la mujer que es ahora ya no esté enamorada, pero si está dispuesta a darme esto, al menos esto, es más que suficiente para que empiece a recorrer el camino de mi redención.

Mi chaqueta se va al suelo y yo pego el cuerpo de Luciana al mío con desesperación. Mis manos se pierden sobre su piel blanca y suave, deliciosa. Me quita la playera y sus senos se aprietan, turgentes y sensibles, contra mi pecho. Lanza un gemido que ahogo en mi boca, bajo mis labios, con mi lengua retándola a un duelo travieso y malicioso.

Mis manos van a sus nalgas, encajo los pulgares en el nacimiento de sus muslos y la cargo, haciendo que abra las piernas y me rodee la cintura. Siento la humedad de su sexo contra mi abdomen, está caliente y listo, pegado a ese tatuaje que es una boca hambrienta de… bueno de todo.

No dejo de besarla y acariciarla mientras la pongo sobre la mesa de la cocina. Apoya las manos en el duro cristal templado, se echa hacia atrás y abre las piernas. Más que una invitación es un mandato y yo no hago que me lo repita. Mi boca va a deleitarse en aquel punto sensible, depilado y maravilloso que la hace gemir con fuerza porque ahora estamos solos, ahora puede gritar.

Chupo, muerdo, mi lengua la reconoce y la castiga. Sostengo sus muslos para que no se mueva y mis manos, completamente cubiertas de tatuajes, la inmovilizan dejándola perfectamente abierta para mí. Saboreo su clítoris, pequeño y escondido, y justo cuando voy a regalarle la primera mordida, junto dos dedos y la penetro con fuerza.

Grita, cierra los ojos y aprieta los labios. Está en éxtasis y no sé quién de los dos lo disfruta más. Mi mano izquierda repta sobre su vientre y las puntas de mis dedos encuentran ese punto específico en que sé que debo presionar, ese punto con el que chocarán los dos dedos de mi mano derecha la próxima vez que la penetre con ellos y…

—¡Aaahhhh!

El primer choque le arranca un grito de placer y se sostiene de los bordes de la mesa para hacer resistencia. Se inmoviliza sola para que mis manos y mi lengua le den todo ese placer que necesita.

Me muevo con fuerza dentro de ella, la conozco de nuevo, la exploro con urgencia y con deseo. Mi lengua busca su clítoris y muerdo su pubis sólo por escucharla gemir. Mis dedos chocan una y otra vez, una y otra vez, y cada vez con más fuerza, y cada vez más hondo, y cada vez ella grita, cada vez más cerca… hasta que sus piernas se tensan y su cuerpo se arquea en un orgasmo furioso contra mi boca.

Sí, quizás Luciana, la mujer, ya no esté enamorada de mí, pero voy a llegar a su corazón, juro que voy a llegar a él aunque tenga que abrirme camino desde su sexo.

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