Fantasma
Fantasma
Por: Day Torres
1. FANTASMA

Alonso

Me estremezco cuando siento su humedad. No es la primera vez que la toco pero es la primera vez que sé exactamente lo que va a pasar entre los dos y mi corazón me recrimina… Sin embargo mi mente sabe muy bien que tengo que hacerlo así que sólo suspiro y la beso con un deseo que ya no puedo contener.

La noche está fría y el fuego de la cabaña es poco comparado con lo que soy yo teniendo a Luciana desnuda debajo de mí. Gime en mi oído mientras acaricio sus senos y deslizo mi lengua en su boca excitándola más. La toco y sé que todavía soy torpe, no tengo la experiencia que desearía y menos cuando se trata de romper a una virgen… pero supongo que la buena intención tiene que contar para algo, ¿no?

Estar solos en este invierno, en esta cabaña, es el primer milagro. El segundo es este año que ha pasado antes de que me diera cuenta y durante el cual Luciana se enamoró de mí como la niña que es. Cierro los ojos porque no tengo vergüenza para mirarla. Sí, es una mujer con el corazón de una niña. Yo no soy mucho mayor que ella, sólo le llevo tres años de ventaja… la diferencia es que yo sé perfectamente lo que estoy haciendo y con qué fin.

La escucho gemir y es el sonido más lindo del mundo. Me gusta que le guste. Está tan mojada a pesar de lo nerviosa que está, que mi corazón se llena de ternura. Me sonríe. Se muerde los labios. Es tan bella que podría tener a quien quisiera y sin embargo me eligió a mí. A mí que soy un chiquillo flaco y desgarbado y lleno de cicatrices y moretones por las peleas. A mí que no la merezco.

Froto su clítoris y jadea abriendo mucho los ojos. Todas estas sensaciones son nuevas para ella y todas las magnifica este momento. Me olvido absolutamente de todo para darle placer… al menos que ese recuerdo le quede. Muerdo, lamo, beso, chupo, hasta que no soporta cuánto palpita mi miembro sobre su vientre y me reclama.

Me posiciono entre sus piernas y las sube un poco para ayudarme. Parece que yo tampoco sé qué mierda estoy haciendo. Deslizo la punta arriba y abajo, dejando que se empape con su humedad, esperando que así entre mejor…

— ¿Cómo una bandita? — me pregunta gimiendo fuerte.

Asiento mientras busco su boca para ahogar el grito y la penetro de una vez. Me muerde tan duro que me corta el labio y puedo sentir el sabor de mi sangre. No es la primera vez que la pruebo, pero ahora al menos tendré un buen recuerdo de este sabor.

Luciana solloza contra mi boca. Algunas lágrimas caen de sus ojos y sería estúpido preguntar si la lastimé. ¡Por supuesto que lo hice! Pero la virginidad no es un pajarito que se va volando solo, hay que arrancarla y ahora la suya me pertenece. Los dos lo sabemos. Le limpio las lágrimas con besos y empiezo a moverme con lentitud, aprendiendo junto con ella, amándola como debí seguir amándola toda la vida.

Bastan pocos minutos para que me corra, no es una excelente impresión y Luciana no se corre esta vez, pero supongo que no es exigente porque no tiene con quién compararme. Somos un par de críos inexpertos, pero en el año que sigue corregimos eso, hasta dos veces al día, en los lugares más impensados.

— ¡Júrame que no te irás sin mí! — solloza contra mi pecho y se lo juro. No puedo hacer otra cosa sino abrazarla y decirle lo que quiere escuchar para calmarla, pero parece que nada es suficiente.

— ¡Luciana Sol Santamarina! — la llamo con voz ronca — ¡Óyeme bien! La única forma de que te deje atrás es que esté muerto. Sólo así Alonso “el Grillo” Fisterra no regresaría por ti. ¿Lo entiendes?

Mi cabeza sigue repitiendo aquel nombre, aquella frase, aquel momento…

Me despierto de golpe.

He tenido el mismo sueño casi cada noche durante los últimos quince años. Me cubro los ojos con un brazo y no puedo evitar volver allí, con ella, porque castigarme de esa forma es la única manera que tengo de pagar lo que le hice.

Ella se enamoró de mí. Yo en cambio sólo la estaba utilizando.

Luciana representaba una contraseña de seguridad cifrada en dieciséis dígitos que cambiaba cada día; infranqueable para cualquiera que no fuera yo, que la recibía en la noche para poder colarme hasta su habitación. Lo que Luciana no sabía era que mis motivos para colarme en aquella casa no tenían que ver precisamente con ella.

Lo calculé todo perfectamente. Las peleas me llevaron a Antonio Santamarina, el dueño del setenta por ciento de los antros de España, responsable de lavado de dinero, tráfico de drogas y la muerte de todo aquel que osara investigarlo, daba lo mismo si era un coronel de la policía o un periodista imprudente como mi padre. Antonio me llevó a su hija, y su hija me dio ese acceso restringido a la casa y los documentos de su padre, a los que nadie había podido llegar antes que yo.

Me tomó un año reunir las pruebas que necesitaba. Un año en que Luciana pasó de ser un medio para un fin, a ser el amor de mi vida, la única alegría que tenía, mi mayor motivo para pelear y para ser feliz… pero a los veinte años muchas cosas pesan más que una relación y mi sed de venganza pesó más que mi amor por ella.

De venganza no, de justicia. Justicia por la muerte de Santiago Fisterra, mi padre.

Para cuando Antonio Santamarina y su hijo Nicolás se dieron cuenta de que les habían filtrado toda la información de los negocios ilegales, ya todos los documentos estaban en manos del fiscal. Nadie podía imaginarse que un chiquillo con veinte años recién cumplidos sería el causante de la ruina del imperio Santamarina.

— Considérate muerto. — fueron sus palabras el día que la policía lo sacó de su casa, y yo todo gallito y estúpido fui a restregarle en la cara que era el responsable de que lo hubieran atrapado.

Ese día no entendí hasta dónde me había perdido buscando venganza, pero por suerte el fiscal fue más astuto y logró mi protección. ¿Cómo? Negociando la reducción de la sentencia a la mitad a cambio de mi seguridad. Igual le cayeron treinta años en prisión, pero si algo me pasa, si yo me muero aunque sea en un accidente, esa sentencia volverá a su número de años originales y entonces sí que Antonio Santamarina no volverá a ver la luz del sol antes de que Dios haga la buena obra de librar al mundo de su cochina presencia.

Me levanto y me siento en el sofá donde he intentado dormir en vano. Luciana, Luciana. Su nombre me estremece todavía. Es la única mujer que amé, que he seguido amando toda mi vida, pero no tuve el valor de regresar con ella. ¿Qué iba a decirle?: “Hola, te usé para entrar en tu casa, para reunir evidencia contra tu padre, soy el responsable de que vaya a estar preso treinta años pero fíjate, en medio de toda la mentira me enamoré de ti.”

No.

No había forma en que Luciana me aceptara después de eso, sobre todo, porque aun no me arrepiento de haberlo hecho. Sin tocarme el corazón haría todo de nuevo sólo para ver caer al asesino de mi padre.

Estar juntos no era la vida que nos tocaba. Después de todo ella era una princesa y yo un luchador clandestino. Su padre me advirtió que me diera por muerto y eso hice, me alejé, me largué a vivir otra vida que jamás me ha llenado, a probar a otras mujeres que jamás me han hecho sentir lo que ella me provocaba…

Pero yo ya no podía ser su Grillo ni ella podía ser mi Solecito.

Abro los ojos y miro mis manos. Hubo un antes y un después de Luciana. Con ella era un chiquillo de setenta kilos para una estatura de uno noventa y tres; después de ella convertí mi cuerpo en una mole de ciento diez kilos. Con ella no había ni un solo tatuaje en mi piel, ahora mi torso completo, incluyendo mis brazos, manos y cuello están cubiertos de tinta. Con ella tenía el cabello largo hasta más abajo de los hombros; ahora me aseguro de no tener nada que me recuerde a la forma en que solía enredar sus dedos en él.

Me desperezo cuando siento el ruido en la cocina y veo que la licenciada está moviendo tazas y tarecos para hacer un miserable café aguado. La aprecio con el corazón, de verdad, pero ese brebaje que prepara es un acto de terrorismo: para café le falta polvo, para remedio le falta azúcar y para lavarse el trasero está muy caliente.

— Licenciada, si se quiere tomar un café decente, mejor póngase zapatos que la llevo.

Conozco una cafetería española donde hacen el mejor café del mundo… bueno, no el mejor mejor, pero sin dudas es más rico que el de la licenciada.

Estamos hablando de lo complicada que es su relación con Thiago cuando siento una voz a mis espaldas. Una voz que me estremece porque aunque cada noche sueño con ella, no la he escuchado en más de quince años.

— ¿Alonso? — debo estar lívido como una hoja de papel.

El alma se me encoge sólo de pensar que está aquí. El mundo no puede ser tan pequeño. Esto no puede estarme pasando a mí.

— Alonso Fisterra. — llama y la licenciada de repente sale en mi ayuda, porque yo me he quedado como una estatua.

— Creo que se ha equivocado de persona. — dice — El señor se llama Alonso Grillo.

Luciana nos rodea y se queda lo suficientemente cerca de mí como para evaluar cada uno de mis rasgos.

— ¿Así te llamas ahora? —dice con una voz temblorosa en la que se presagian las lágrimas y luego se vuelve hacia Layla — Grillo no es su apellido, su apellido es Fisterra. Grillo es el apodo que le pusimos hace quince años, cuando comenzó a pelear, porque en aquel entonces era peso pluma.

Veo que Layla se retira de la conversación levantado las dos manos a modo de rendición voluntaria y yo me atrevo a fijar los ojos en ella. Apenas puedo reconocer a la muchachita delgadita y bien fresa que solía ser. Ahora es una mujer hecha y derecha, de largos cabellos negros, curvas bien pronunciadas y un magnetismo terrible.

— Alonso “el Grillo” Fisterra. — su voz no tiembla a pesar del llanto que le asoma a la mirada— Estás vivo.

Lo dice como si fuera un puto milagro.

Tengo ganas de abrazarla, de besarla. Siento el temblor en mis manos, pero mi voz sale totalmente calmada, incluso indiferente.

— Así es, Luciana.

Veo que se lleva una mano a los labios y se le escapa un sollozo.

— Mi padre me dijo que te había matado, y yo le creí… — dice con acento doloroso y se me revuelve el alma. ¿Ha pensado que estaba muerto durante todos estos años? — Le creí porque muerto era la única forma en que Alonso Fisterra no regresaría por nosotros.

Recuerdo mi promesa y me doy asco. Es cierto, cada una de esas palabras salieron de mi boca, y un hombre vale tanto como vale su palabra.

— Luciana…— siento que debo decir algo pero me interrumpe.

— ¡Y resulta que estás vivo! — exclama y es como si no pudiera creerlo, o que el sólo hecho de creerlo la lastimara — ¡He pasado quince años… quince años llorando tu muerte… cuando resulta que tú sólo no querías estar conmigo!

Sus hombros se mueven y para cualquiera que no la conoce puede parecer que está riendo, pero yo que estuve dos años completos pegado a sus faldas, puedo asegurar que no hay ni una sola gota de alegría en su voz.

— No llores. — dirijo la vista a aquella nueva voz que se levanta junto a nosotros y me quedo de piedra.

A pocos pasos está un muchacho alto y desgarbado con una bolsa de dulces en la mano. Es un adolescente, que no debe tener más que catorce o quince años, pero lo que asusta es el enorme parecido que tiene conmigo. Es como ver a mi versión joven, esa versión por la que me gané que me llamaran el Grillo.

— Mamá, no llores. — repite llegando junto a ella y poniendo un brazo sobre su hombro con ademán protector.

— ¿Ma… mamá? — el mundo me da vueltas. Si no fuera por el tamaño que tengo y porque tengo una reputación que cuidar, me dejaba arrastrar por el pánico ahora mismo.

¡Esto no puede estar pasando!

Pagar la mierda que le hice a Luciana es una cosa, pero saber que tiene un hijo que es idéntico a mí cuando tenía esa edad…¡Dios no me puede castigar de esta manera!

— ¡Santiago…! — Luciana lo mira con cara de espanto porque imagina que ha estado oyendo lo que hablamos; y a mí se me encoge el pecho cuando la escucho llamarlo por ese nombre. Luciana sabía que ese era el nombre de mi padre, y que así quería llamar a mi primer hijo — ¿Escuchaste…?

— Sí, mamá, lo escuché todo. — intenta tranquilizarla y luego me mira de arriba abajo con la misma expresión con que miraría a una estatua fea. Hay decepción en sus ojos, y un desprecio que me he ganado en el mismo instante en que he pasado de ser el héroe que falleció, a ser la mierda que los abandonó a su madre y a él. Cuando finalmente habla sus palabras me saben a sentencia — Durante quince años has tenido un lindo recuerdo suyo, mamá. Quédate con ese y no te preocupes. Alonso “el Grillo” Fisterra… sigue muerto.

La empuja con suavidad y se la lleva, dejándome sin palabras. ¡No puede ser Dios mío! ¡No puede ser que ese adolescente sea mi hijo! ¡Mi hijo con la mujer que más he amado en el mundo!

Miro cómo se van y me llama la atención invariablemente el coche en que se suben. Por lo general jamás me fijo en eso, pero es absurdo ver a Luciana subirse a un coche que no habría usado ni el jardinero de la mansión Santamarina. Mis ojos van a detallar tanto su ropa como la del muchacho y me doy cuenta que visten ropa común del supermercado, sosa y oscura. No es que me importe, pero es algo que en condiciones normales mi Luciana jamás haría…

¿Qué significa eso? ¿Luciana ya no está bajo la protección del clan Santamarina?

Se van y mi cuerpo parece hecho de piedra. No puedo moverme. Me falta el aire. Llevo las palmas de las manos a mi frente y siento que la licenciada me arrastra hasta el carro, me empuja al asiento del piloto y me da las llaves.

Sí, esto puedo hacerlo: manejar y no pensar.

Doy una vuelta tras otra por los circuitos de Montecarlo y finalmente dejo a la licenciada en su casa

— Creo que debes contarle. — digo con amargura, respondiendo a su dilema — Creo que soy una muestra de lo que pasa cuando se calla la verdad.

Entro a mi departamento y me siento en la primera silla que encuentro. No puedo respirar. Sólo imaginar a Luciana…

Si ella ha creído todos estos años que su padre me había matado entonces eso significa que no estaría junto a él o su familia…

No puedo imaginarlos a ella y a mi hijo… porque sí es mi hijo, hasta un ciego se daría cuenta, somos dos putas gotas de agua… No puedo imaginarlos solos, Luciana con escasos dieciocho años... ¡Dios mío! ¿qué hice? ¿Cómo habrán vivido? No puedo imaginarlos desamparados, pasando necesidades sólo porque yo fui, porque yo soy, un cobarde.

Todo lo que está a mi alcance vuela y se rompe, destrozo medio apartamento pero ni siquiera eso me tranquiliza y lloro de impotencia, de frustración, de tristeza, de la añoranza tan grande que he alimentado durante quince años y de amor. Lloro por lo que abandoné voluntariamente, lo que ya nunca volverá a mí. Tengo grabada en mi memoria la mirada dolorida de Luciana y el desprecio en los ojos de mi hijo.

¡Dios sabe que no soy un mal hombre, -me dejo caer en el suelo con desesperación…- o al menos eso había creído hasta hoy!

Capítulos gratis disponibles en la App >
capítulo anteriorcapítulo siguiente

Capítulos relacionados

Último capítulo