La alarma sonó estrepitosamente, haciendo que me sobresaltara y mirara a todos lados buscando a quién agredir.
Me restregué la cara con fastidio y luego le di un golpe seco al despertador, haciéndolo parar. Me levanté con pereza y caminé hasta el baño.
Había olvidado lo que se sentía asistir a clases; esa horrible sensación de querer cerrar los ojos por dos minutos más, aquel estremecimiento por saber que te esperan siete horas más de aburrimiento, y en mi caso, la tediosa monotonía de convivir con otras empalagosas personas.
—Odio la universidad —musité, mientras me miraba al espejo.