Gabriel apenas durmió. La noche se arrastró como una sombra interminable, y cada sonido —un golpe de viento, el crujido del piso, el zumbido del refrigerador— parecía transformarse en una amenaza velada. Se incorporó varias veces, revisando las cerraduras, asegurándose de que las ventanas estuvieran bien cerradas, de que Valeria siguiera dormida. Ella, agotada por los últimos días, respiraba con suavidad, con una mano apoyada sobre su vientre, como si aún en sueños siguiera protegiendo al pequeño ser que crecía dentro de ella.
Cuando el amanecer despuntó, el cansancio lo alcanzó de golpe. Se quedó dormido sentado en el sofá, con el celular en la mano, como si temiera que otro mensaje pudiera llegar en cualquier momento. Pero lo que lo despertó no fue el sonido del teléfono, sino la voz temblorosa de Valeria.
—Gabriel… —susurró desde la puerta—. ¿Soñaste algo? Estabas hablando dormido.
Él se frotó los ojos, intentando ordenar sus pensamientos. No quería preocuparla, no después de lo qu