El tren finalmente redujo la velocidad al llegar a un pequeño y olvidado apeadero en medio del norte. El metal rechinó, y el movimiento brusco hizo que Valeria despertara de golpe. Gabriel seguía dormido, su respiración pesada pero estable. El niño se frotó los ojos, aún aferrado a su peluche.
Valeria respiró hondo.
Habían llegado. Por lo menos… habían llegado a algún sitio.
—Vamos, amor —susurró al niño—. Bájate despacito.
Ella ayudó primero al pequeño y luego a Gabriel, que apenas podía sostenerse. El aire era más frío allí; olía a pino, a tierra mojada, a un lugar donde nadie preguntaba por nadie.
El lugar parecía seguro.
Demasiado seguro.
Apenas dieron unos pasos fuera de las vías, una camioneta vieja pasó frente a ellos. El conductor, un hombre robusto, levantó la mano en señal de saludo.
—¿Perdidos? —preguntó, bajando la ventana—. Aquí no pasa gente a estas horas.
Valeria tragó saliva, intentando parecer tranquila.
—Solo… viajamos. ¿Hay algún hospedaje cerca?
El hombre señaló al