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Gabriel cerró la puerta del coche con fuerza, el sonido resonó en la noche como un disparo. Sus ojos, oscuros y tensos, buscaron en el entorno algún rastro, una sombra, un indicio, pero no había nada. Solo el eco del viento entre los árboles.

Valeria seguía temblando, abrazando al niño, que no entendía lo que ocurría.

—No vas a volver a asustarla —murmuró Gabriel, apretando los puños—. Te juro que no.

Condujo toda la noche hasta una cabaña en las afueras, un sitio que solo su contacto en la policía conocía. Una casa de madera entre pinos, oculta tras un lago oscuro. Allí, por fin, Valeria respiró, aunque su cuerpo aún temblaba.

Gabriel encendió la chimenea, le acercó una manta, pero ella no soltaba al niño.

—Él estaba ahí, Gabriel… lo sentí —dijo con voz apenas audible—. Escuché su canción, la misma.

—Lo sé —respondió él, arrodillándose frente a ella—. Y por eso vamos a terminar con esto. No más huir. No más esconderse.

Valeria levantó la mirada. Había algo distinto en Gabriel. Su cal
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