Llegué a Londres un mes antes de que Miguel llegara.
Frente al Colegio Europeo de Sanación, estaba a punto de pedir direcciones cuando vi un rostro familiar.
Alejandro Vargas, varios años más joven de como lo recordaba.
Estaba cara a cara con una loba alta y delgada, con túnica de sanadora. Un colgante plateado colgaba de su cuello: el símbolo de una estudiante de élite.
—Esa fórmula es mía. —Espetó ella. —¿Quién te dio permiso para negociar alianzas de manadas usando mi investigación?
Vargas forzó una sonrisa:—Lo tuyo es mío, Catalina. La desarrollamos juntos.
—La teoría fue mía. Los experimentos también. Tú solo registrabas datos como mi asistente. ¿Qué te hace pensar que puedes vender mi trabajo?
Catalina Duarte se mantuvo firme.
La máscara amable de Vargas se deshizo:
—¡No me provoques, Catalina! Ya casi nos graduamos. ¡Estoy pensando en nuestro futuro! ¿De qué sirve tener la fórmula guardada? Necesitamos los recursos de una manada fuerte para desarrollarla bien.
—Te lo diré una so