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Capítulo 4 — Bajo la mirada de la luna

El edificio principal de Valtherium era un monstruo de mármol y acero.

Las columnas, altas y pesadas, parecían querer aplastar a quienes no fueran dignos de estar allí.

Avancé por los pasillos de piedra, mis pasos resonando en el eco del lugar.

No hacía falta girar la cabeza para saber que todos me miraban.

Los rumores ya corrían: la nueva. La rara. La callejera.

Susurraban... y yo caminaba.

Al llegar a un patio amplio, donde los estudiantes entrenaban bajo un sol inclemente, me detuve.

El estruendo de los golpes, las órdenes lanzadas al viento, el choque metálico de los medallones... todo me sacudía los sentidos.

Me obligué a respirar. A encajar.

Y entonces, una voz me alcanzó.

No era gritada ni burlona. Era tranquila, educada... casi impropia para un campo de entrenamiento.

—Disculpe, señorita —escuché detrás de mí.

Me giré, lista para escupir una respuesta áspera.

El muchacho que se acercaba no tenía nada de callejero.

Era el polo opuesto a todo lo que había conocido.

Cabello blanco, tan frío que parecía robarle la luz al sol para devolvérsela a la luna.

Piel de porcelana, delicada y pálida como si nunca hubiera sentido el calor del mundo real, sino el susurro fresco de la noche.

Y los ojos... aguamarina puro, tan intensos que parecían dos cristales atrapando el océano.

Hasta sus pestañas eran claras, dándole un aire casi etéreo, como un fantasma demasiado perfecto para esta tierra.

Era difícil no mirarlo, no compararlo con otros.

No era como Adriian, cuyo solo andar te obligaba a retroceder.

Harold, en cambio, tenía una calma que atraía, pero también imponía respeto.

Una amenaza elegante, escondida bajo modales inquebrantables.

No llevaba su medallón con ostentación; más bien parecía parte de él, como una joya nacida de su propio ser.

Se detuvo a unos pasos, haciendo una leve inclinación de cabeza, como si estuviéramos en un maldito baile de gala.

—Permítame presentarme —dijo, su voz serena, impecable—. Mi nombre es Harold Weiss.

Y usted debe de ser la nueva incorporación, ¿me equivoco?

Lo miré, desconfiada.

¿Quién hablaba así? ¿En qué momento me había metido en una novela histórica?

Fruncí el ceño, cruzándome de brazos.

—¿Y tú qué quieres?

Una sonrisa suave cruzó su rostro, sin rastro de burla.

—Ofrecerle mi ayuda. Este lugar puede ser... abrumador al principio.

Y aunque no me corresponde interferir, preferiría verla caminar por la vía correcta en vez de enredarse en innecesarios malentendidos.

Parpadeé, sin saber si me estaba retando o salvando el pellejo.

—¿Siempre hablas como si trajeras un diccionario en el bolsillo? —solté.

Él rió apenas, una risa discreta, más una vibración de su pecho que un sonido real.

—Solo cuando creo que el respeto es lo primero que se debe ofrecer —respondió—.

Aunque si prefiere, puedo ser menos formal, señorita...

—Ishtar —dije, cortando la ceremonia.

—Ishtar —repitió, saboreando el nombre como si lo memorizará—. Un placer.

Me tendió la mano, elegante hasta para eso.

Miré su mano un instante, dudando, pero la estreché. Su apretón fue firme, seguro, sin intentar dominarme.

—No vine aquí a hacer amigos —advertí.

Sus ojos brillaron, casi divertidos.

—Lo sé. Pero incluso un guerrero necesita aliados... aunque sea solo para asegurarse de no ser apuñalado mientras duerme.

Levanté una ceja. No esperaba que debajo de toda esa cortesía, Harold escondiera algo de filo.

Quizás, después de todo, no sería tan inútil tenerlo cerca.

Mientras caminábamos hacia la zona de asignaciones, Harold mantenía su porte impecable, como si estuviera desfilando, no caminando.

Cada paso medido, cada movimiento cargado de una naturalidad ensayada hasta la perfección.

Y aunque parecía relajado, podía ver en la manera en que sus ojos recorrían todo... que no bajaba la guardia nunca.

En Valtherium, entendí, incluso los más educados podían ser armas mortales.

Aunque también sabía algo más:

Las alianzas eran armas de doble filo.

Y yo no pensaba confiar en nadie demasiado rápido.

Porque incluso los ángeles más bellos pueden esconder un puñal bajo sus alas.

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