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—¿Pasa algo que yo no sepa? —Susurró en mi oído erizándome la piel del cuerpo—. Se me quedan viendo como si fuera un mono de circo —añadió.

Alexander siempre se había sentido disgustado cuando la gente lo veía como si fuera una especie de bicho raro, pero que lo hicieran dos ancianos a los que apenas veía, ya le parecía muy extraño y algo agobiante.

—¿¡Ahora porque te estás riendo tú!? ¿Tengo monos en la cara? —Reclamó enojado.

—¡No, no, tranquilízate! Anda y siéntate, falta el postre y realmente quiero que lo traigan.

—Sí, yo sé que eres una piraña para el dulce.

—¡Exactamente! Así que, por favor, apresura al chico con nuestra orden —insistí—. Ya nos comimos el resto y lo postres nada que llegan.

Y sin dejar que acabará de quejarme, apareció el chico con las bandejas en sus manos, me dio una mirada matadora.

No le dije ni una palabra, en cambio Alexander le agradeció por su servicio, le pidió la cuenta para pagar y su tarjeta, y le obsequio una propina.

El chico sonrió y agradeció po
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