34. Este alfa si muerde
Sofía sintió un cosquilleo en el estómago ante sus palabras, y no pudo evitar sonreír. —Quizás más tarde, alfa. No quiero que los niños piensen que andamos haciendo cosas indebidas.
Él soltó una carcajada profunda y la llevó hacia un parque cercano, alejándose de las miradas curiosas. A medida que se adentraban en un camino rodeado de árboles, el sonido del agua les llegó, indicando que se acercaban a la cascada.
El lugar era mágico, con la luz del sol filtrándose entre las hojas de los árboles y creando destellos dorados en el aire. La cascada rugía en la distancia, y una fina niebla de agua flotaba en el aire, refrescando el ambiente.
Gabriel condujo a Sofía hasta el borde de la cascada, y ambos se quedaron en silencio por un momento, simplemente disfrutando de la majestuosidad del paisaje. El sol se ocultaba lentamente, tiñendo el cielo con tonos más oscuros, y las primeras estrellas comenzaban a brillar.
—Es hermoso, ¿verdad? —comentó Sofía, con la mirada fija en el agua que caía