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Escuchó entrar a Lisbeth por la puerta del vestíbulo, habló con ella el primer día a su llegada, y luego desde de la nefasta cena con los Montrail prácticamente no se habían visto. Lisbeth entraba y salía de la casa sin decir adonde iba. Seguramente con los vecinos, o al menos era eso lo que esperaba. No eran santo de su devoción, pero prefería que su hermana estuviese con ellos a que anduviese sola por ahí, sin saber adonde ir. Le urgía hablar seriamente con ella, descubrir lo que pensaba hacer. Lamentablemente no había tenido oportunidad, lo había dejado pasar atareado con la administración del rancho, los pozos de petróleo, su hijo y Débora.

¡Débora!, ¿Qué no tenía suficiente trabajo antes de enredarse con una esposa? Lisbeth era su hermana, sangre de su sangre. Su madre le había pedido que la encauzara de nuevo y él lejos de hacer nada positivo la estaba descuidando por ocuparse de una embaucadora que no le daba más que problemas. Se sentía culpable por ello. Lo malo es que
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