Samantha permanecía en el suelo, abrazada a sus piernas, balanceándose, atemorizada luego de todo lo ocurrido. Su rostro estaba cubierto de lágrimas, y no sabía si en algún momento aquel enloquecido hombre terminaría matándola o haciendo algo peor.
Una agradable calidez rodeó a la joven, llenándola de una suave luz.
—Ponte de pie, mija. Una mujer como tú no debe estar ahí —habló la amable dama que se apareció—. No voy a permitir que nadie te haga daño —indicó—. Me interesa mucho que vivas, porque aún debes la compostura de mi cama. —Sonrió.
Samantha se estremeció y se talló los ojos pensando que alucinaba al igual que Franco, entonces la observó sin poder creerlo.
—Estoy muerta, ¿verdad? —indag&oa