El omega achicó los ojos, observando más allá y tratando de luchar contra los rayos de sol que lo cegaban. Cuando admiró la alta y delgada figura de Miguel acercarse, evitó rebotar sobre sus pies y sonrió de una manera agigantada.
No llevaba allí más de cinco minutos. Leonidas estaba unos metros alejado, comprando un cono de helado para cada uno, y cuando notó la nueva presencia que arribaba en el espacio personal de su pequeño dulce, chirrió los dientes con cólera y se apresuró a llegar a su lado.
— Aquí tienes, mi amor — murmuró, un tono que desquició inmediatamente al omega, quien ya había saludado tiernamente a Ryle.
— ¡Muchas gracias, Leo!
— Bueno, ¿nos vamos, dulzura? — Miguel cuestionó, poniendo los ojos en blanco y admirando la mandíbula del mayor apretada. Sonrió apenas, viéndose compensado por la preciosa mueca que le regaló Ryle.
— ¿Seguro que estarás bien, dulce? — Leonidas susurró a su oído, la plena inseguridad sofocándolo de una manera terrible. Sentía los nervios