EL ADIÓS FORZADO

La brisa de la madrugada golpeaba con fuerza, fría y cortante. Gabriela, desde el balcón, miraba fijamente las estrellas como si en ellas pudiera encontrar una respuesta o un alivio a su tormento interno.

—Está haciendo frío —dijo Ernesto, colocándole una manta sobre los hombros.

Gabriela no lo miró.

—¿No puedes dormir? —insistió él.

—No te importa —respondió ella con dureza, girándose—. Y que te quede claro, en cuanto amanezca nos iremos de aquí. Puedes avisarle a tu esposa que tendrá el camino libre. No pienso quedarme a entorpecer su “reconciliación”.

Ernesto no dijo nada. Sin quererlo, sus ojos se posaron en las curvas de su cintura. La distancia entre ellos se redujo en un instante. Sin previo aviso, la besó con pasión desmedida, y en cuestión de segundos, sus cuerpos estaban desnudos, unidos en perfecta sincronía.

Gabriela quiso resistirse, pero su cuerpo le traicionaba.

—¡No hagas esto! —exclamó entre gimoteos, tratando de apartarlo.

Sus manos temblaban, la intensidad de las ca
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