3. Propuesta

María Teresa siente el cuerpo irse hacia un lado, incluso desmayarse. ¿Un seguro? ¿Pagar? ¡Por Dios! Nada tenía en este mundo. ¡Nada! Ni para cubrir ni siquiera el gasto de un alimento para darle a su hijo y mucho menos pagar todos estos exámenes. No puede ser esto posible. Esto no puede estar pasando. Su pequeño se encuentra en un estado grave y no carga ni un sólo peso encima. Cae en la desesperación, no puede pensar en otra cosa sino en la severa realidad en la que se encuentra. Sin embargo, tampoco puede decidir por la vida de su pequeño a menos que traiga una nueva esperanza.

—Esto no puede estar pasando —balbucea María Teresa—. No puede ser, señorita. Yo no tengo cómo pagar, yo ni siquiera…¿Ha visto a una mujer? La mujer que estaba a mi lado cuando llegué. ¿La ha visto? ¿La ha visto, señorita?

La recepcionista niega con ojos preocupados.

—No, señora. Disculpe pero yo no he visto a nadie.

María Teresa empieza poco a poco a colapsar y sin medir consecuencias vuelve a negar.

—¿Es verdad que no atenderán a mi niño si yo pago?

—Señora, así son las cosas. Así es la política de esta clínica.

—No, no puede ser. Debe haber un error —empieza María Teresa a sollozar sin saber qué otra cosa hacer. Poco a poco la gente a su alrededor se da cuenta de lo que ocurre y los murmullos se empiezan a escuchar. Pero a María Teresa no le interesa lo que sucede a su alrededor si no lo que ocurre ahora mismo—. ¡Señorita! Se lo ruego, yo no tengo cómo pagar, yo no tengo seguro y mi bebé…

—Lo lamento tanto, señorita. En serio que sí, pero si no puede hacerlo lamentablemente a su hijo no le podremos dar la atención que necesita.

—¡Por Dios! —expresa María Teresa y se acerca una vez más a la enfermera—. ¡Por Dios, señorita! Se lo ruego, ayúdeme. Pero no deje que desamparen a mi hijo. ¡Ayúdeme!

—Señorita, lo lamento. En serio. Conmigo no puede hablar sino con el director de la clínica. No estoy a cargo de eso.

—No tengo cómo pagar —y comienza María Teresa a sollozar, mientras niega por esta angustia—. Señorita…

—Perdóneme, señora. No podemos hacer más nada. Es mejor que se calme y salga de la clínica…

—¿Cómo me pide eso? —balbucea María Teresa—. Cuando van a dejar de atender a mi niño por…

—¡Señorita! Es hora de que se marche, no haga un escándalo aquí.

—¡Pero si por dinero es que no quieren atender a mi niño que está mal! —la enfermera empieza a empujarla con disimulo al mismo tiempo que las personas observan aquella escena con pasmo—. ¡Dejarán de atender a mi bebé por falta de dinero…! ¿Cómo pueden hacer eso? Le ruego, señorita, que me escuche. Le ruego…

—¡Basta! Usted está exigiendo algo que no debe. Sin seguro, señora, no se atiende. Así que ahora mismo salga de la clínica o si no, le enviaré a los de seguridad.

—Ya ha dicho lo suficiente, enfermera. Muchas gracias por esperar. Si no le molesta, me encargaré de esta mujer. Tan sólo deme algunos minutos para calmarla y resolvemos el gasto.

Entonces tanto la enfermera como María Teresa se giran de inmediato cuando notan de quién se trata. Tiene María Teresa que cerrar su boca y da un paso hacia atrás.

—¿Señor? ¿Usted pagará? —pregunta la enfermera.

—Sí, lo haré. Pero necesito hablar con esta mujer a solas. ¿Me permite?

Y María Teresa ni siquiera parpadea por la conmoción ya que tan rápido como ha aparecido aquel hombre la toma del brazo y la lleva consigo por el pasillo mientras tiene que volver a la realidad. Y cuando lo hace, ya están bastante lejos de la recepción y María Teresa despierta de su ensoñación. Se zafa de aquel hombre.

—¡Suélteme! ¿Quién se cree que es…? Yo a usted no lo conozco.

Y se detiene de golpe porque choca con aquella figura, ambos están de pies y María Teresa alza su vista para notar de quién se trata, de esta presencia que ha aparecido inesperadamente y abre sus ojos al notar que el mismo color esmeralda reposa en ella, de la misma manera, atentos pero serios y recogidos en aquel aura que no le agrada para nada a María Teresa.

Así que se aleja tan rápido como puede y toma aire al saber que finalmente, vuelve a encontrarse con quién parece ser el único ser que puede decidir ahora sobre el destino de ella y de su hijo.

—¿Quién es usted? ¿De qué se trata todo esto? —trata de decir María Teresa. Traga saliva un momento después—. ¿Por qué razón ha dicho que pagará…?

—Sígame.

La interrumpe este hombre y pasa por su lado, con la misma fragancia que no puede olvidar María Teresa, y con las ganas propensas de someter su reacia actitud ante la gravedad de este asunto, no puede objetar más. Con cierto sobresalto deja que este nuevo hombre se apresure, antes de ni siquiera dar un paso más.

Para María Teresa, ver a este hombre que logra hacerla intimidar con aquel porte le recuerda que es un hombre con quien nunca se imaginó encontrar.

Este hombre parece despertar lo que pocos logran hacer. Intimidar con aquella grata y excelsa mirada esmeralda, bajo pobladas cejas negras que hacen el camino de perder a cualquiera que se atreva a verlo. Su figura es impresionante, repasa a María Teresa con creces, porque es conocida por tener una altura más pequeña que las mujeres del pueblo, y este ser frente suyo podría alzarla solo una mano. Y su cuerpo está adornado por una camisa blanca; una camisa blanca arremangada hasta los codos. Aquel hombre dominante, atento a cada movimiento que emplea, podría entrar a cualquier sala y hacer que cualquiera se callara, porque el aura que desprende sólo destila supremacía, poder y desdén.

Ni siquiera sabe para dónde la ha dirigido pero se trata de una de las oficinas de aquella clínica. Se turba cuando lo vuelve a ver mientras ambos vuelven a mirarse.

María Teresa lo ha mirado más de lo debido, así que aparta su atención. Justo cuando el hombre habla y la hace estremecerse. Es una grave y severa voz.

—Acérquese, tome asiento. No le haré nada, pero no tengo todo el día para hablar con usted.

—Es que yo no lo conozco. ¿Por qué me pide algo así? —rezonga María Teresa, aunque con susto.

Pero el hombre no dice nada, sino que niega.

—Ya me escuchó allá afuera. No le estoy pidiendo que me dé su opinión y no le estoy pidiendo que pregunte —la seriedad de su mirada corrompe los ojos preocupados de María Teresa. Lo ve alzar una carpeta—. Por lo poco que escuché de los gritos que daba allá fuera no me queda ninguna duda de que usted tiene un hijo.

María Teresa no espera ésta pregunta. Y con impresión parpadea un par de veces y traga saliva. ¿Este desconocido se atreve a preguntarle algo así?

—Y no tiene seguro para pagar todo lo que necesita su bebé —vuelve a decir el hombre con fijeza. María Teresa no puede fingir esto y suspira con pesar—. Tómese el tiempo de explicarme, no estoy aquí para sacarla del hospital. Sólo quiero saber.

María Teresa aguanta las lágrimas y aprieta los labios.

—Tengo un hijo, señor. Un pequeño niño recién nacido —María Teresa inclina la cabeza—. Por esa razón me puse así, reaccioné de esa forma. No quiero que nada le pasé a mi bebé. Llegué con él prendido de fiebre y el doctor me dijo que es probable que se quede algunos días aquí y yo no sé qué hacer. Es tan sólo un niño recién nacido —María Teresa se toma de las manos mientras hace la señal del ruego—. Por lo que más quiera, no deje que me alejen de mi niño. Y si usted es el encargado de este lugar…

—Señorita, ¿Cuál es su nombre? ¿Y su apellido?

María Teresa se calla de golpe. ¿Su nombre y apellido? Se siente indecisa de repente porque su apellido…baja los ojos, tratando de recordar. Recupera la voz para decirle:

—Me llamo María Teresa pero no tengo familia, señor. No tengo apellido. Sólo soy yo con mi pequeño…—y se siente tan desconsolada al confesarle esto a este hombre desconocido.

—Así que su hijo no está presentando —es lo que dice finalmente el hombre.

María Teresa se lleva la mano a la mejilla y lo observa incluso con temor. No sabe qué responder.

—No, señor —suelta María Teresa como si tuviera una daga en el corazón—. Mi niño…

—¿Está sola? ¿No tiene esposo?

—No tengo a nadie, no tengo esposo —el recuerdo de Antonio la azota y cierra los ojos para quitarlo de su mente—. Señor, yo sé que debo hacerlo, que debo estar al tanto con mi niño pero ahora mismo sólo quiero que mi pequeño se recupere. Sólo quiero eso, señor.

—¿Y el padre? —suelta el hombre de vuelta, haciendo a María Teresa sobresaltarse por tan íntima pregunta.

—¿Qué? —parpadea un par de veces para recuperar la memoria de lo que preguntó. ¿El padre? No, su hijo no tiene…padre—. Señor, mi pequeño…ya le he dicho que yo soy lo único que tiene en este mundo.

El hombre entonces alza lentamente su mirada pero sin apartarla de ella. Siente esta profunda mirada María Teresa y como puede desvía la suya sin hacer contacto, no es el momento para encontrarse con ella, porque podía meterse en su alma, o eso es lo que cree.

Lo observa acercarse y no duda dar un paso hacia atrás. Siente la necesidad de volver a decir algo, ya con sus ojos empezando a lagrimar.

—Señor, se lo ruego, como una madre. Por favor, le juro por lo más sagrado que tengo, que es mi pequeño, que no eche a mi niño, a mi pequeño hijo de aquí. No tengo nada, no tengo para pagar. Al menos no por ahora. Pero yo puedo conseguir un trabajo y pagar poco a poco, pero no me deje que a mi niño lo desamparen.

Los ojos del hombre buscan bajo sus papeles una pluma, mientras María Teresa no puede entender lo qué hace. Ni siquiera puede conseguir alguna palabra para ponerle nombre a esta situación.

—Señor, estoy desesperada. Por favor…

—Le propongo algo a usted, señorita María Teresa.

Se calla de golpe, dando un paso hacia atrás, mientras sus ojos detienen las lágrimas en ellos, nublandole la vista. ¿Qué acaba de oír?

—¿Cómo me dice?

—Pero a cambio de esta propuesta, quiero algo.

María Teresa tiene sus ojos, negros, abiertos a más no poder. Tanto es su incomprensión que no puede ni respirar. Pero sus palabras sólo quieren saber algo y se lo hacen saber de una vez

—¿Qué es lo que quiere a cambio? —pregunta María Teresa.

—Le daré mi apellido a su hijo —y responde Luis Ángel Torrealba.

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