Aunque había seguido al pie de la letra los consejos del abuelo, no había recibido ningún tipo de señal de mi esposa, quien se llamó a silencio.
Margaret, mi secretaría, me había comentado de manera fugaz que Rose, la asistente de Ana, le había dicho que ella no había leído ninguna de mis tarjetas, y que la primera, al leerla, le había generado lágrimas. Que Ana había llorado como una cría y que después botó todo a la basura.
Hoy le enviaría las últimas, con sesenta y siete rosas y la tarjeta. Habían pasado ya dos meses desde que no dormía con mi esposa, que no la besaba en los labios y que mi vida se había convertido en un perfecto desastre por su ausencia.
Esta noche se llevaría a cabo el lanzamiento de la última colección de la casa de modas de mi madre, y esa sería la oportunidad perfecta para poder tantear de nuevo terreno y limar asperezas.
En la empresa, solo me evitaba. Llegaba temprano y se iba a una hora en que yo no podía moverme de aquí. A