La entrevista

Franco

Franco revisó por tercera vez la carpeta que tenía frente a él. Tamborileó con su pulgar derecho sobre la superficie del cartón, haciendo un gran esfuerzo por no ver de nuevo esos detalles que ya había aprendido de memoria. Llenó de aire sus pulmones y miró al techo antes de soltarlo ruidosamente por la boca y luego repitió como un mantra los apellidos de las familias que le habían hecho daño a su padre. 

Era verdad que debió estar al tanto de cada movimiento, también lo era el hecho de que, en lugar de viajar por el mundo, tenía que haber estado a su lado, pero tampoco podía negar que en ese momento solo podía pensar en sí mismo. Recordar los ojos cafés de Andrea García no le hacía ningún bien, mucho menos si volvía a ver ese maldito artículo sobre su feliz matrimonio y su perfecta familia. Un hijo más en su segundo matrimonio, donde tampoco sería su esposo. Quería odiarla con todo su ser, pero no podía.

Volvían a él sus sonrisas, todos los momentos en que él acudió a ella con un simple chasquido de sus dedos. Fue feliz y recordaría por siempre ese beso que logró sin proponérselo. Uno que retardó tanto como pudo para no arruinar la amistad con su mejor amigo, pero que al final no sirvió de nada. Estuvo tan cerca de hacerla suya —y vaya que lo deseaba—, pero el miedo en su mirada y el espacio que ella mantuvo entre ambos ardían en su pecho cada vez que lo recordaba. La había perdido para siempre.

Se tocó los labios intentando percibir aquella suavidad, pero no fueron los labios delicados de Andrea los que su mente siniestra trajo del pasado. Fueron los de la mujer que posaba en la imagen que tenía enfrente. La poseedora de una sonrisa maliciosa y una mirada demasiado perspicaz para su gusto. Su nombre plasmado sobre la carpeta se burlaba de él, casi podía escuchar sus carcajadas. 

Livia Ávalos, la heredera que debía destruir y para la que había planeado desde hace meses una caída memorable. Era la quinta de su lista y con la que se deleitaría para hacerlo tan lento y doloroso como pudiese. Se lo debía a su padre y a sí mismo. Era a ella a quien esperaba con ansias. Era capaz de empezar a saborear de antemano la satisfacción de verla palidecer frente a él al reconocerlo, pues esa sería la señal de inicio para su venganza.

—Señor… —El sonido del intercomunicador con la voz de su secretaria lo hizo dar un salto en su lugar—. La señorita Ávalos ya está aquí.

—Hágala pasar y que nadie nos interrumpa —respondió solemne. 

Se acomodó en su asiento, apoyando los codos sobre el escritorio y juntó sus manos alzando una ceja para recibirla. Le habían dicho que así se veía intimidante, pero un segundo antes de escuchar el sonido de la puerta, lo pensó mejor y caminó hasta la credenza a sus espaldas y apoyó el trasero en la orilla, antes de cruzar los brazos sobre su pecho. Su secretaria le mencionó más de una vez que así se le marcaban los músculos de manera «abrumadora». Ese era el término exacto que ella usó. Así que decidió que no estaría nada mal «abrumar» a esa mujer desde un principio.

—Buen día. —Livia se detuvo a unos pasos frente al escritorio con sus labios rojos curvados en una pequeña sonrisa.

—Gracias, Paty —dijo Franco despidiendo a la secretaria que lo miró con los ojos entrecerrados al notar dónde estaba sentado. Él la ignoró—. Buen día, señorita…

—Llámeme Livia, a secas. Me parece que somos de la misma edad. —Ella le extendió la mano con firmeza para estrechar la suya.

Franco vaciló un momento, intentando retrasar cuanto pudiese el saludo para que lo viera bien, para observar ese cambio radical en su estado, para que se desmayara del susto por volver a tenerlo frente a ella. No obstante, el único gesto que pudo apreciar en ella fue el desagrado por no apresurarse a tenderle su mano y saludar como era natural.

—Disculpe… —insistió él, sin querer abandonar su ansia por lograr su primera pequeña victoria—. Creí que nos conocíamos. —Quería hacerle entender con su mirada y su sonrisa de medio lado que era así.

—Hmm. No. No lo creo —respondió ella, elevando un solo lado de sus labios y mostrando un hoyuelo que, al segundo de formarse, lo ofendió con una eficacia inimaginable. Livia se acomodó uno de sus mechones pintados en varios tonos de azul hacia un lado del rostro y preguntó divertida—: ¿Puedo tomar asiento?

Franco no estaba consciente del momento en que accedió a su petición, pero suponía haberlo hecho ya que la pelinegra se acomodó en una silla frente a él. 

—Bien, usted dirá… —lo exhortó con un ademán para que dictara el ritmo de la entrevista.

Franco tomó asiento a la vez, pero sin dejar de prestar atención a cada uno de sus movimientos relajados. La forma en que acomodó sus botas estilo militar al cruzar la pierna sobre su rodilla, enfundada en un pantalón negro tan ajustado que marcaba sus músculos sin reparo hizo que se le secara la garganta. 

Sin embargo, era evidente que su estilo no había sido elegido para que fuese sensual. De hecho, era más bien andrógino y no estaba del todo seguro, pero le estaba molestando mucho eso. Sobre todo, el reparar por tanto tiempo en cada una de sus delicadas facciones. Se dio cuenta de que sus ojos parecían arrastrarse mediante una fuerza invisible hacia los ojos azules de ella, su boca y luego… más al sur, en una lucha sin fin por descubrir qué había bajo esa chaqueta negra que la cubría por completo.

El silencio se estaba convirtiendo en un momento bochornoso. Franco lo sabía, pero en su defensa debía decir que cuando planeó ese encuentro, jamás se imaginó que ella lo ignoraría con semejante desfachatez. Así que optó por presionarla un poco más y preguntó:

—¿Estudiaste en el Sagrado Corazón?

—Así es. Lo dice en mi hoja de vida. —Señaló la carpeta que descansaba sobre el escritorio con una de sus uñas pintadas en negro.

—Yo también. —Casi gruñó aquella frase. La verdad era que quería zarandearla por ser tan cínica.

—¿Ah, ¿sí? ¿De qué promoción eres? —Livia inclinó su rostro con sumo interés y Franco resopló, provocando que ella entrecerrara los ojos y viera la puerta de la oficina. Parecía como si considerara una posible salida en caso de que él fuese a perder la cordura de un momento a otro.

—Me gradué un año después que tú. —Exhaló con cansancio. Nada estaba resultando como quería.

—¡Ah! —Alargó la «A» con demasiada facilidad. Franco estaba a punto de golpear el escritorio con su puño para hacerla reaccionar—. Con razón. Espera… ese año se graduó Efraín García, el que ahora es arquitecto, ¿no es verdad? Me invitó a su fiesta de graduación.

Eso era demasiado bajo, hasta para una mujer como ella. Mencionarle justo la fiesta de su mejor amigo y pretender que no sabía quién era él, era cruzar la línea. Él era… era… Su respiración se aceleró con prisa y tuvo que aflojarse la corbata un poco para poder respirar mejor, pero eso tampoco parecía ayudar. 

Livia estaba hablando. La veía mover los labios. Labios rojos, muy rojos. Los mismos que había besado bajo las escaleras del gimnasio la mañana en que fue «seleccionado». Él fue el receptor del famoso galardón que ella misma había puesto de moda. 

—¿Qué? —preguntó como un estúpido. Debía concentrarse.

—Dije que, si no te sientes bien, podemos posponer la entrevista. —Su sonrisa semi curvada empezó a convertirse en una de las cosas que menos le gustaban en la vida.

—No. —Agitó la cabeza de un lado a otro casi de manera imperceptible y se recompuso después de aclararse la garganta—. Estoy… 

No lo dejó terminar. Ella se puso de pie con confianza y se dirigió hasta una mesa donde descansaba una jarra de agua fría y la sirvió en un vaso largo. Se acercó demasiado a su lado y se la entregó. Pero no fue eso lo que lo dejó petrificado. Fue el hecho de que ella elevara su mano y la posara sobre su frente con demasiada familiaridad. 

—Lo siento —dijo ella retrayendo su mano y posándola sobre su pecho como si se hubiese quemado—. Estás muy pálido y no me gustaría que murieras de un infarto frente a mí.

Aquella respuesta creó una lucha interna en su pecho. Fue un impulso violento el que lo arrasó al sentir sus dedos sobre él. Esas simples palabras las sintió como veneno y no pudo reprimirse al responder:

—No. Fue mi padre al que mataron así.

—Lo siento —repitió. Ahora ella era quien estaba pálida.

Franco no lamentó en absoluto aquel giro enrevesado de escenario, pero el simple hecho de haberla incomodado ya contaba como un pequeño logro.

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