Capítulo 2. Canadá

La música ensordecedora del club Spartacuss me molestaba en los oídos cuando llegué media hora antes, pero con el pasar de los minutos y los tragos de bourbon, lentamente fui acostumbrado el oído al bullicioso lugar.

No puedo creer que Timotheo me arrastrara a un lugar como este, las personas se mueven al compás de una de las canciones de la época, la voz de The Weekend hace que los cuerpos sudorosos bailen en una danza que estaría mucho mejor en la habitación de un hotel, con la luz apagada y sin nada de ropa. Pero aquí, en Spartacuss, eso parece no importarle a nadie, pues todos están sumergidos en su burbuja de alcohol y desinhibición.

Mi camisa la llevo desabotonada hasta el medio del pecho, el pantalón me entalla perfecto, pues está hecho a medida, y mi cabello negro, tan oscuro como la noche, cae en risos sobre mi frente.

Mi madre siempre me ha dicho que recortarlos me dará un aire de elegancia y adultez, pero mis risos me han acompañado toda la vida, incluso cuando era un niño gordo y acosado por niños pobres tan solo porque mi familia tenía una mejor situación económica que la suya.

—¿Qué demonios piensas, Ernest? — escucho a Tim preguntarme. — Te traje para que te distraigas.

—Deja me tomo cinco tragos más de bourbon y estaré igual que el resto de los presentes, sacudiendo el cuerpo y chorreando sudor por doquier.

—Si sigues hablando como un snob ninguna mujer va a prestarte atención.

—¿Eso crees? — pregunto riéndome. —¿Me has visto el rostro? ¡Parece tallado por los putos ángeles, Tim! ¡Ninguna mujer se me niega!

Ambos nos reímos de mi comentario, pero sé que él tiene razón. Me dejo llevar normalmente por la conducta que empleo cuando estoy en la oficina detrás de un escritorio.

Así de snob como mis padres me han educado, como me han obligado a comportarme, a tal punto, que ahora, con veinticinco años, me resulta difícil ser de otra forma.

Mi madre nunca quiso que me expresara como un niño corriente y burdo, un niño común que no tenía educación alguna, que carecía de conocimientos sobre el piano y el violín, que había tomado clases privadas en casa desde los siete años hasta que cumplió los quince. Jamás en la familia Hossen sería aceptado que subiera los pies en la mesa o que llegara con la camisa estrujada a una cena.

Ni tampoco al desayuno.

Pienso en mi madre y en lo triste que ha sido su vida. Le doy un trago a mi bourbon y le me sirvo nuevamente de la botella que ha dejado el camarero minutos atrás.

—Con calma. — me dice Tim.

—No me jodas. — le digo mientras tomo. — Me trajiste para olvidar.

—Te traje para que te tires a una rubia o a dos. — refuta. — no para que dañes tu hígado con tanto alcohol.

—No voy a morirme por un par de tragos.

—Con calma igual. — me dice él recostándose del sofá en piel negra.

Estamos en el segundo nivel del local, un poco lejos de los cuerpos sudorosos y las risas escandalosas de un grupo de mujeres que al parecer celebran una despedida de solteras.

Saco el iPhone y marco a mi madre.

No se porque, pero lo único que quiero es que entienda que no pretendo casarme con Priscila.

—¿Ernest? — dice ella ante el primer timbrazo.

—No voy a casarme con esa Priscila. — le digo con rabia. — puedes decirle al ogro que tienes por marido y que me diste por padre.

Si, responsabilizo a mi madre por el infierno que nos ha hecho pasar a ambos.

—Hijo, no comiences. Ya lo hablamos esta tarde.

—No, mamá. — le interrumpo y tomo un sorbo mas del liquido ambarino. — Ustedes dos hablaron y no me escucharon. No escucharon al objeto principal de su transacción.

—Hijo, no seas melodramático. Priscila es hermosa.

—¿Hermosa? ¡Mamá!

—Es la verdad. Los hombres siempre quieren que sus esposas sean…

—¡No soy cualquier hombre, mamá, soy tu hijo! — exclamo y cierro la llamada, tiro el celular sobre la mesa de madera y este suena al caer. Me importa un comino si le he roto la pantalla.

—¿Y bien? — me pregunta Tim. —Por lo que veo no ha ido tan bien tu intento de dejar clara tu...

—Suéltalo ya.

—Déjame hablar con ellos, seguro que puedo hacerles entrar en razón. Mientras, disfruta tu noche.

Sacudo la cabeza y vuelvo a terminar el resto de la copa. Se que Tim me está mirando preocupado, pero no me importa. Tomaré todo el alcohol que necesite para apaciguar la agonía que siento en el pecho.

Delante de nosotros cruzan dos mujeres caminando despacio. Una de ellas, la morena de cabello rizado lleva un vestido rojo sangre y unos tacones que parecen sumamente incómodos de utilizar. La rubia, en cambio, va agarrada del brazo de la otra y sacude la cabeza con énfasis. Su cabello rubio cae sobre sus hombros y formando pequeños rizos que bajan levemente hasta sus omoplatos.

Es atractiva.

—¿Te gusta lo que ves? —Pregunta Tim y le saco el dedo en señal de palabrota.

—Voy de cacería, Timi. — Le digo el apodo que él tanto odia y por el cual se esforzó tanto en perder treinta libras en su adolescencia.

Timi el gordo. Así le llamaban cuando estábamos en secundaria. De repente, un día mi primo despertó y se juró perder el peso que tanta burla provocaba. En menos de seis meses, Timi el gordo, pasó a llamarse Timotheo, el que hacía que todas las mujeres se giraran al verle caminar.

Le hago un gesto con la mano colocándola vertical junto a mi cien y la agito con ahínco.

El hace la misma señal y me alejo de mi primo, caminando directo a las dos mujeres.

Al llegar hasta donde ellas, me acerco a la rubia, ignorando por completo a la morena de pelo rizado.

—¿Se te perdió algo? — dice ella sin apartar sus ojos de los míos.

—Ya lo encontré. — le respondo sonriendo como un campeón.

Ella sacude la cabeza y mira a su amiga, noto su confusión, así que aprovecho y me giro a la que parece es la mano dura de la relación.

—Hola, ¿me prestas a tu amiga? — pregunto sonriéndole y extendiendo mi mano derecha.

—Es toda tuya. — dice la morena sonriéndome de vuelta y tomando mi mano. — Hazla feliz. — me guiña un ojo, suelta mi mano, se acerca a su amiga y le susurra algo al oído.

—¡Rosita! — escucho que la rubia exclama y comienzo a impacientarme, aunque procuro que no se me note.

—Toda tuya, campeón. — la morena se levanta del taburete de madera de la barra y se aleja de nosotros.

—¿Nos vamos a mi apartamento? — pregunto volviendo a sonreír, con esa sonrisa de conquistador que tantas batallas me ha hecho ganar.

Esta no será la excepción.

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