Capítulo 3
Punto de vista de Isabel

Me quedé en la cama todo el día.

Gracias a Dios nadie me molestó. Probablemente, pensaban que estaba pasando una resaca, o fingiendo hacerlo.

Pero, al llegar la hora de la cena, llamaron a la puerta.

—Hola, Isa —me llamó Damián con suavidad—. ¿Estás bien? No has comido nada hoy.

—Estoy bien —mentí desde debajo de las sábanas, con la voz apagada.

—Vamos, solo únete a nosotros para cenar.

Por supuesto, no estaba solo. Alexandra se le unió enseguida.

—¡Isabel! ¡Ven a comer con nosotros!

Y entonces, porque el destino parecía odiarme, mi madre se sumó al coro, por lo que oficialmente estaba en minoría. Me arrastré fuera de la habitación hasta la mesa, me senté y esperé que nadie me hablara.

Carlos estaba sentado junto a Alexandra, cortándole el filete con diligencia, como si ella fuera una niña indefensa.

—Carlos —dijo Alexandra con voz melosa—, puedo cortar mi propia comida. No soy una niña.

Lo dijo en tono de broma.

La mirada de Carlos se clavó en la mía, afilada y ardiente.

—Eres mi novia. ¿A quién más voy a cuidar?

Me concentré en mi filete como si fuera lo más fascinante que había visto en mi vida, pero su espectáculo era imposible de ignorar; estaban prácticamente pegados, susurrando, tocándose y besándose. Actuando como una pareja feliz que podría estar audicionando para un reality show.

El resto de los presentes, permanecimos en un silencio incómodo, hasta que Damián golpeó el tenedor contra el plato.

—¡¿Es tan difícil tener un poco de modales?! —exclamó—. Hay más gente en esta mesa.

Alexandra soltó una risita empalagosa y arrogante.

—Ay, no nos hagan caso. Estamos en esa fase, ya saben, todo es reciente y no podemos mantener las manos quietas.

Dicho esto, dirigió su atención hacia mí, y, con una voz tan dulce como el azúcar, añadió:

—Y todo se lo debemos a Isabel. Si no fuera por ella, Carlos y yo no nos habríamos acercado tan rápido. —Alzó su copa—. Por Isabel, la casamentera.

Luego, me guiñó un ojo. Parecía adorable, pero yo sabía reconocer una daga cuando la veía.

Le devolví la sonrisa, sin esfuerzo.

—Claro, ustedes dos se merecen el uno al otro.

Chocamos nuestras copas.

«¡Salud por el infierno!», pensó.

La expresión fugaz y molesta que cruzó por su rostro casi valió la pena.

Me levanté, empujando la silla con gracia.

—Estoy satisfecha. Si me disculpan…

Y así, simplemente, me fui.

Más tarde esa noche, Damián me encontró caminando de un lado a otro como una tormenta, sin rumbo.

—Viste lo que pasó —explotó—. ¿Cómo pudo hacer eso Carlos? Frente a ti. Frente a mí. Como si fuéramos extraños. —Golpeó el borde de la cama con los dientes apretados—. Él lo sabía. Siempre ha sabido lo que sientes por él. Y, aun así, se quedó ahí, presumiendo a Alexandra como si fuera un trofeo.

—Damián, olvídalo —dije en voz baja, firme—. Ya no me gusta Carlos.

Eso lo detuvo.

—¿No te gusta? —preguntó, sorprendido.

—No —respondí con una sonrisa, recostándome contra las almohadas como si estuviéramos hablando de algo muy viejo—. Hay muchos hombres buenos por ahí, ¿no? ¿No tienes otros amigos guapos y emocionalmente funcionales? Preséntamelos, estoy aceptando solicitudes oficialmente.

Parpadeó y me miró por un momento, antes de esbozar una amplia sonrisa.

—¡Te lo dije! ¿Por qué perder el tiempo suspirando por Carlos cuando hay un buffet de hombres mejores? —Me abrazó con fuerza, por un momento. Cuando se separó, añadió, con los ojos brillando—: De hecho, ¿recuerdas al tipo con el que papá y mamá intentaron emparejarte? Ese que decían que era perfecto para ti y que podía ayudar a impulsar el negocio del casino.

—¿Quién? —pregunté, alzando una ceja.

—Kai Díaz —contestó, ensanchando su sonrisa—. Su imperio es diez veces más grande que el de Carlos. Armas, clubes, entretenimiento… El tipo básicamente estornuda y se cierra un trato millonario. Aunque no vive en Nueva York a tiempo completo, ¿adivina qué? Está en la ciudad ahora mismo.

Mi corazón dio un vuelco.

—¿En serio?

—Te mandaré su número por mensaje. Mejor aún, yo mismo organizaré la cita. ¿Quieres cenar? ¿O algo más privado? —preguntó, guiñándome un ojo.

Tecleé el nombre de Kai en mi teléfono y sentí alivio; real, limpio, e innegable alivio. Alguna vez, dejar ir a Carlos me pareció lo más difícil del mundo, ahora se sentía como libertad.

Esta vez, no perseguía a un hombre que no me quería. Estaba eligiendo un futuro mejor para mí y para mi hijo.

A la mañana siguiente, Alexandra me acorraló con una sonrisa demasiado brillante.

—No te importa si nos quedamos un tiempo, ¿verdad? —preguntó, con el brazo entrelazado al de su nueva pareja, como si estuvieran de luna de miel—. Carlos está rediseñando su casa para mí, pero aún está en construcción. Y los hoteles son tan… impersonales.

—Claro —respondí, con una voz suave y fría como el cristal—. Hagan como si estuvieran en su casa.

Nuestras casas estaban en el mismo barrio, la mansión de Carlos se encontraba a solo dos calles. Dejarlos quedarse era eficiente y estratégico, les ahorraba tiempo y esfuerzo. Además, los lazos comerciales seguían importando, y no iba a quemar un puente financiero solo porque no quería uno personal.

Carlos interpretó el papel del novio perfecto, contrató un equipo de mudanza para encargarse de todo. Empacaron, enviaron y desempacaron en horas.

Me quedé junto a las escaleras, observándolo de reojo. Por un breve y vergonzoso instante, mi mente volvió a otra versión de mi vida.

Después de aquella noche temeraria que había tenido con él, había enviado a Alexandra a Francia, como si fuera una chica frágil e incapaz de enfrentar la verdad. Luego se había encontrado con ella allá, desapareciendo de mi vida como si yo fuera un error que debía mantenerse oculto. Cuando regresaron, cinco años después, yo seguía siendo el sucio secreto.

Carlos siempre me miró como si estuviera por debajo de él, como si tuviera suerte de siquiera respirar su mismo aire, jamás me había mirado como la miraba a ella.

Me giré para subir las escaleras cuando escuché el fuerte sonido de alguien cayendo.

Era Alexandra, quien rodó escaleras abajo en un dramático y amplio movimiento, aterrizando al final con un grito agudo.

Carlos llegó a su lado en segundos y ella estalló en sollozos, con el rostro enterrado en su pecho… hasta que giró la cabeza hacia mí.

Haciendo pucheros, parecía tan inocente como peligrosa.

—¿Por qué me empujaste, Isabel? —sollozó—. Pensé que éramos bienvenidos aquí… ¿Por qué me harías algo así?

—¿Qué? —parpadeé—. Yo no…

—¡Basta! —la voz de Carlos cortó el aire como un látigo—. Te dije que dejaras de jugar. Si no somos bienvenidos, nos iremos esta noche.

Dicho esto, la alzó en brazos con la mandíbula apretada, luego se alejó con paso firme, mientras que Alexandra simplemente giró la cabeza sobre su hombro y me sonrió. Esa sonrisa arrogante y superior decía: «Yo gané».

Más tarde esa noche, escuché un golpe en mi puerta.

Era Carlos.

—¿Todavía tienes ese collar de diamantes que te di en tu cumpleaños número dieciocho? —preguntó.

Parpadeé, sorprendida.

—Sí.

—¿Te importaría prestárselo a Alexandra? Tenemos una cena formal y no tuvo tiempo de comprar uno.

Lo miré en silencio por un momento, antes de dirigirme hacia mi joyero.

—Claro —dije, sacando el delicado estuche de terciopelo—. Aquí lo tienes.

Ese collar era el único regalo que él me había dado y solía ser mi posesión más preciada.

Ahora, solo me parecía vidrio y oro, y, aunque Alexandra nunca me lo devolviera, no lo extrañaría.

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