Cerca de las seis de la mañana llegué a Santa Clara, dirigiéndome a la dirección que me había dado mi amiga. Allí me encontré con Rocío, que me esperaba recargada a su auto.
—No lo vayas a matar sin preguntarle nada, ¿de acuerdo? —dijo burlona y asentí con una mueca que quiso ser una sonrisa.
Sabía que ella bromeaba, pero yo realmente tenía ganas de matarlo.
Tocamos a la puerta y nadie respondió. Pero yo no desistiría, yo seguiría cualquier indicio que me permitiera llegar a mis hijos, por muy pequeño que fuera. Por eso toqué una y otra vez hasta que al fin alguien se apareció. Un hombre de estatura alta, piel blanca y cabello oscuro abrió la puerta.
—¿Damián Belmonte? —pregunté y asintió un poco confundido.
Entonces, antes de que él dijera nada, m