Dos expresiones muy distintas de la vida llenaban la habitación aquella mañana.
Primera: la de Damian, un rostro resplandeciente de satisfacción. Había logrado engañar a la mujer que amaba para que le rogara acostarse con él. Una cruel victoria disfrazada de una sonrisa encantadora.
Segunda: la de Livia, un rostro teñido de vergüenza. Vergüenza por haberse rendido tan fácilmente a un hombre al que odiaba. Un hombre que la había tratado como a una sirvienta, que claramente no la amaba.
Para Damian, había sido una noche llena de pasión, como la primera de unos recién casados. Pero para Livia fue algo totalmente distinto. Su expresión era cansada, sus ojos apagados, la vergüenza persistiendo como una sombra.
—¿Qué es esto? —Damian tironeó del pañuelo floreado que ella llevaba bien ajustado alrededor del cuello.
Vestido impecablemente con traje azul marino y corbata, arqueó una ceja. —¿Acaso es invierno?
—No, cariño. —Livia se cubrió el rostro con las manos, mortificada. El recuerdo de la