CAPÍTULO: EL PADRE QUE NADIE QUIERE
El motor del auto viejo de Pipo tosía como un enfermo crónico. Cada vez que Fabricio giraba la llave, parecía un acto de resurrección. El tablero no servía, la radio escupía interferencia, y ni hablar del aire acondicionado… pero eso no le importaba. Iba por Bellavista como un fantasma terco, aferrado a las ruinas de su orgullo. Repartía lo que podía para ganarse unos mangos, hacía algunas horas en el hospital, dormía mal, comía peor. Se bañaba en lo de Pipo, esperando que, algún día, su abogado le avisara que la venta de la casa de su madre —la única herencia que le quedaba— estuviera lista.
“Cuando me depositen, me compro algo chico… algo mío”, se decía, pero ni él se lo creía. Su vida era un basural.
Ese 19 de junio, mientras el resto del país celebraba el Día de los Abuelos y el Natalicio de Artigas, él solo celebraba su resentimiento. Porque a Fabricio le gustaba odiar. El rencor era lo único que no le habían podido sacar.
Y fue ahí, al doblar