185| Alex.
Nos quedamos los dos ahí, en silencio, sin saber bien qué decir ni cómo actuar. Ambos estábamos tan perdidos y confundidos.
Unos brazos me tomaron por los hombros y me levantaron, como verificando que estuviera bien, que estuviera a salvo. Mis ojos entonados no lograban ver con claridad lo que sucedía alrededor; parecía como si una neblina verde se hubiese colado en mi visión, impidiéndome ver con claridad.
Alfredo tenía razón: ahora era el cacique. Si esa era su venganza contra mí, era cruel e implacable.
Uno de los hombres de seguridad me tomó por las mejillas y me sacudió para que despertara de mi ensoñación. Escuché sonidos de patrullas de policía; seguramente los disparos los habían alertado.
— ¿Qué hacemos, señor? — me preguntó.
Yo lo miré extrañado, preguntándome por qué me preguntaba a mí qué hacer.
— Dígame qué es lo que quiere que hagamos, señor — repitió nuevamente.
— ¿Por qué a mí? — le dije, confundido.
Pero el tronte me miró aún más confundido.
— Señor, us