La tenue luz de la habitación proyectaba sombras alargadas en las paredes, mientras el murmullo lejano de la calle nos envolvía en un aire de soledad y frialdad. La ciudad seguía su curso allá afuera, ajena a lo que ocurría en este espacio cerrado, en este abismo de silencios.
Él no había dicho una sola palabra desde que llegamos.
Su cuerpo agotado descansaba en el sillón, inmóvil, pero su presencia llenaba la habitación con una tensión que me erizaba la piel. Lo observaba desde la distancia, temerosa de romper el frágil equilibrio que nos mantenía en silencio.
La luz tenue lo bañaba con un halo de intriga. Sus facciones permanecían ocultas en la penumbra, pero su postura lo delataba: algo oscuro se gestaba dentro de él. No sabía qué iba a decir. No sabía qué esperar.
Nuestros cuerpos estaban ahí, inertes, congelados en un mutismo pesado, como si una palabra equivocada pudiera hacerlo estallar todo.
Yo tampoco tenía palabras. No había excusas, ni justificaciones. Porque, al final, era