El primer año de secundaria fue un torbellino de cambios, pero para mí, se sintió más como un vacío interminable. No había hecho ningún amigo. No porque no lo quisiera, sino porque simplemente no sabía cómo hacerlo. Iniciar una conversación era como intentar resolver un acertijo sin pistas, un desafío que me dejaba paralizada.
Los días transcurrían monótonos, siempre iguales. Pasaba los recreos sentada en el mismo rincón del patio o dentro del salón, con mi almuerzo intacto y mis pensamientos como única compañía. A esa edad, los niños pueden ser crueles sin darse cuenta, y por alguna razón que nunca comprendí, yo parecía encajar perfectamente en el papel de la invisible.
Pero entonces, Jacobo llegó.
Apareció en la escuela una semana después del inicio de clases. Su llegada fue como un vendaval, barriendo con su energía arrolladora la rutina de todos. Se presentó con una sonrisa amplia y una confianza que, a nuestros doce años, pocos poseían. Era carismático, divertido, el tipo de pers