Alejandro
El amanecer era un crimen de luz contra la penumbra de nuestra suite. Yo no había dormido. No pude. La victoria de la noche anterior, la presentación de Isabella ante el mundo, había sido un detonador. Su audacia, su aplomo, la forma en que su cuerpo se movía en ese vestido de seda negra que gritaba poder, había sido el momento cumbre de mi existencia.
Ella dormía a mi lado, la piel desnuda resplandecía bajo la luz fría. Su brazo estaba extendido sobre mi pecho, y yo sentía el peso ligero pero absoluto de su existencia. Trazaba con mi pulgar la línea de su clavícula, un hueso delicado que escondía la ferocidad de su espíritu.
—Quiero ser tan poderosa como tú.
Esa frase. Ese susurro en medio de la pasión desenfrenada, no era una amenaza. Era la graduación. Era la prueba final de que mi experimento había triunfado. La niña asustada había muerto, y en su lugar había nacido una criatura formidable, una mujer que no se conformaba con ser la joya, sino que exigía ser la corona.
Mi