IV Orus

                                                           IV

                                                        ORUS

“Yerliza de Evantora”. Imaginó a la bella mujer después de haber pasado la noche anterior leyendo un poco acerca de los Caballeros de Osgirion. Había escuchado de ellos, sabía que en total eran nueve, pero no creía del todo que caminaran dentro de las Tierras de Krasgos. Las leyendas que se contaban de ellos y las criaturas que les acompañaban a cada uno eran míticas, a tal grado que al final el lector se inclinaba por rechazar su existencia.

Terminó de comer un gran plato de arroz, carne y pan que su esposa le había preparado, no supo decir con exactitud qué carne era. Y sólo deseó que no fuese la misma carne de rata que anteriormente habían decidido exterminar de la ciudad. Platicaron bajo el abrigo oscuro de la mañana, mientras ella terminaba de igual manera su almuerzo. No se habló de nada relevante, hasta que ella se mostró un poco furiosa por el tiempo tan extenso que últimamente había dedicado al Consejo de la Ciudad.

—Sabes bien lo que ha estado sucediendo últimamente, no puedo darme el lujo de llegar tarde o pensar en no asistir. Cuando se me ofreció este puesto lo tomé sin dudarlo, no por la vida que podría ofrecerte, cariño, sino por lo que yo podría ofrecer a Edorel –respondió cansadamente.

—Lo sé, pero últimamente llegas haciendo lo mismo. Tu vida ha caído en un abismo de confort en el cual cada vez pareces más tranquilo con tu caída. Y yo sólo veo, ¿entiendes? Ya han transcurrido varias noches en las que no te molestas siquiera en tocarme. ¿Estás llegando a esas tabernas de putas? –preguntó Mirel de golpe, y la sola idea le pareció a él tan absurda que se vio obligado a soltar una risotada, ya que en el momento en que las reuniones finalizaban (gracias a que se encontraban todas las cuestiones resueltas, o al menos con una solución temporal), él salía y en pocos lugares se entretenía.

—¡Ah!, ¿qué dices? –preguntó con un quejido, aunque era más bien una pregunta retórica, sabía bien a lo que ella se refería.

—¿Te gusta otra mujer, o mujeres? ¿Un hombre quizá? –continuó ella, y aunque Orus quiso soltar otra carcajada se contuvo, limitándose sólo a mirarla delicadamente. Guardó silencio, no fue un silencio incómodo sino que fue grato y satisfactorio, sin apartar la vista de la bella mujer. Dio un gran sorbo al vaso de agua, se puso de pie levantando a su mujer rápida y a la vez sutilmente. Le dio un gran beso, tan largo que no supo decir con exactitud cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la había besado. Fue como besar otros labios, había olvidado lo bien que ella se entregaba a él. Cuando menos lo pensó su mano se encontraba acariciando uno de sus pechos, levantó el camisón y presionó suavemente su pezón izquierdo.

—Me tengo que ir, regresaré lo más rápido que me sea posible. Y cuando regrese lo haremos todo lo que reste del día, y más aún en la noche –añadió pausadamente, y entre las pausas clavaba otro beso sobre los carnosos labios de Mirel–. Traeré un poco de cerveza para acompañar la noche –añadió, y al instante recibió una sonrisa.

—Aún te gusta dejar las buenas cosas a medias, me gusta eso de ti ¿lo sabes? –al finalizar se mordió el labio inferior.

—Lo sé, cariño –sonrió alejándose de ella y encaminándose a la puerta de la habitación. Salió dejando atrás sus aposentos, bajó los escalones y cuando menos se dio cuenta se encontraba sonriendo, una sonrisa picarona que intentó ocultar cuando pasaba frente a los habitantes una vez que bajó de la torre.

Esa mañana pudo notar un aire distinto a su alrededor, todo era alegría, los habitantes le saludaban aún a pesar de que muchos no sabían siquiera quién era con exactitud. La fruta en los mercados se veía jugosa y llena de color bajo las luces de las grandes velas que colgaban sobre largos y enormes postes. Ese día la luz no era azul como la del día anterior, ni carmesí como hacía un par de días atrás. La neblina combatía contra un color distinto, o mejor dicho colores. Algunas velas proyectaban un púrpura intenso y otras un verde que se combinaba con el primero, y allá en lo alto se unían para continuar con la batalla inacabable de su contraparte, la oscuridad.

La torre en la que él tenía su habitación no estaba muy alejada del Salón Principal, así que de pronto ya se encontraba frente a las enormes escaleras y rodeado por los jardines inmensos. Subió agobiado los escalones y al llegar se detuvo frente a la inmensa puerta, lanzó un suspiro al viento. Vaya, y le prometí a Mirel que tendríamos sexo como conejos esta tarde y noche, se dijo hacia sus adentros antes de abrir una de las puertas de madera.

Pero un ambiente lúgubre le borró la sonrisa y le hizo olvidar su cansancio. Unas cuantas velas se encontraban encendidas, los pilares se erguían como enormes sombras gigantes, apenas se lograba distinguir los exquisitos detalles de éstos que subían hasta el techo. Sintió las miradas de todos que penetraban su integridad, y de inmediato sintió cierta incomodidad. No fue la incomodidad que le brindaba más de una decena de ojos que no parecían apartarse de él, fue otra cosa. Algo pasaba, y al parecer la culpa era de Orus. Sintió que las estaciones se habían pausado, la intimidación en ese momento obligó a que su tiempo avanzara lento. Cuando menos imaginó, todos apartaron sus ojos de los suyos y se giraron sobre sus sillas. Pero sólo una mirada continuó taladrando su mente, sus ojos, su cuerpo completo. Se acercó hacia su silla con pasos lentos, y más que eso, torpes. Y en ningún momento se le apartó la mirada. Dor Kendrel lo vigilaba meticulosamente aún a pesar de que Orus ya había tomado su asiento, a pesar de que ignoraba aquel juicio.

De pronto advirtió que los ojos de aquel sujeto (que parecía más viejo de lo que su verdadera edad dictase) se encontraban vidriosos. Incluso logró distinguir, a pesar de la oscuridad, cómo una lágrima bajó y recorrió sus mejillas.

—Ha llegado tarde, Dor Orus, no es habitual en usted –dijo finalmente Dor Kendrel, quebrantando el silencio aterrador que parecía que acabaría con todos ahí dentro.

—Lo siento, señor, hubo una discusión con mi esposa –repuso de inmediato. Los once integrantes del Consejo de la Ciudad mantenían el mismo puesto. Nadie era superior al otro, pero desde mucho tiempo atrás se decidió que aquella persona que mantendría cierto orden entre los doce y el que debía tomar las decisiones iniciales o finales de cualquier plan que se llevara a cabo sería Dor Kendrel J Reialon Jok. Se le tenía cierto respeto debido a su modo de enfrentar los problemas, aunque en ocasiones era demasiado estricto, incluso consigo mismo. No son más que aires de grandeza, le había dicho en una ocasión Bheldrik mientras bebían en enormes tarros de cerveza.

—¿Una discusión?, ¿Y por qué razón ha sucedido? –preguntó, y Orus esperó escuchar al final un “si se puede saber, claro”, pero no fue así, sus preguntas estaban ausentes de cualquier clase de respeto.

—Así es, problemas con respecto a que he estado un poco distanciado de ella, del hogar, usted sabe… mujeres –respondió y deseó encontrar una sonrisa en sus labios, pero Dor Kendrel no le obsequió tal privilegio.

—¿Del hogar? ¿Y dónde ha estado, Dor Orus? –preguntó bruscamente y al instante se levantó de su silla. Los demás integrantes del Consejo se sobresaltaron pero no hicieron más que desviar las miradas cuando Orus volteó a mirarles. De pronto advirtió que no se encontraba con ellos Bheldrik–. Quizá usted pueda respondernos una pregunta que nos ha estado mortificando desde que llegamos. ¿Dónde está su buen amigo? –continuó Dor Kendrel sin darle la oportunidad de responder las primeras preguntas, de las cuales no parecía querer escuchar la respuesta.

—¿Dor Bheldrik? No lo sé, no lo he visto desde ayer una vez que terminó la reunión. Seguramente está ebrio –respondió, aunque aún no entendía nada de lo que iba todo ese asunto. Dejó de ser incómodo, ya comenzaba a molestarle. Pero prefirió reservarse cualquier comentario–. ¿Qué es lo que sucede? –preguntó en esta ocasión, fue directo al punto antes de que las miradas continuaran y las preguntas le golpearan.

—¿No sabe nada acerca de lo que ha pasado esta mañana antes de que se encendieran las velas? –preguntó, ignorando y dejando la pregunta vacía, algo que le molestaba en demasía a Dor Orus.

—No sé a qué se refiere –con sus ojos impacientes respondió, lleno de una rabia que había desbordado mucho tiempo atrás a la paciencia.

Pero Dor Kendrel no respondió, sólo lanzó un suspiro y tomó asiento. Como si hubiese sabido que alguien más respondería por él.

—Esta mañana ha ido Dor Bheldrik a la habitación de Dor Kendrel –respondió Dor Inella sin levantar la vista, mantuvo sus codos sobre la mesa y a la vez apoyaba su mentón sobre sus manos. Había algo en su mirada perdida, y existía algo más preocupante en sus palabras, y de esto se percató Orus–. Asesinó a Barlok –dijo después de una larga pausa, y con eso finalizó. En ningún momento levantó la mirada, aunque poco después miró a Reialon Jok, quien a su vez tenía la vista clavada en Orus.

Éste mantuvo el silencio, incluso dejó de respirar para hacer el más mínimo ruido posible. No despegó la mirada de Dor Kendrel, quien tenía los ojos vidriosos. Pensó en cualquier palabra, algo que pudiese decir para manifestar lo que sentía, pero a pesar de tener en mente las palabras exactas, no las dijo. Fue tan difícil como para un inexperto en armas forjar una espada.

Asesinó a Barlok, pensó, y casi al instante lo volvió a pensar. Asesinó a Barlok. Y después de la segunda vez, lo pensó una tercera vez. Y por más que intento despejar su mente, no pudo. Estas palabras taladraron sus pensamientos. Intentó alejarlas de su mente y pensar en algo más, había muchas preguntas que buscaban respuestas, pero existía algo en su interior que le impedía pasar a ellas y formularlas una por una.

¿Mató a Barlok?, ¿qué fue lo que le orillo a tomar esta decisión?, ¿serían acaso las palabras que Reialon Jok mencionó el día anterior, las cuales detonaron su rabia escondida, su locura?, se preguntó, luego recordó las palabras exactas: Eso es un tema que ya hace tiempo dejo de importar aquí, preocúpese por los problemas que tienen solución.

—¿Dónde está Bheldrik? –preguntó Dor Kendrel una vez más, pero en esta ocasión golpeó la mesa tan fuerte que los tarros de agua derramaron el líquido.

—No lo sé –la respuesta de Orus fue monótona, y es que en realidad no lo sabía. ¿Por qué mierda tenia él que saberlo? Pudo ver la ira en los ojos de Dor Kendrel, en sus movimientos, en sus palabras. Todo su cuerpo denotaba una rabia tan grande que sólo podía ser vencida con la tristeza, muy en el fondo de su mirada se contemplaba su dolencia.

—¿Por qué asesinó a mi hijo? –esta pregunta le acorraló, y una vez acorralado se vio en la necesidad de explotar. Se levantó elegantemente de la silla sin desviar la batalla de sus ojos contra los de él.

—Investíguelo por su cuenta, eso es algo que a mí no me importa –soltó con un bufido airado y dio media vuelta. Por unos momentos sintió un escalofrío que le recorrió la espina. Jamás en su vida, no al menos que él lo recordara, había actuado de tal manera. Y menos ante una situación de este tipo. Aunque de inmediato se alegró al saber que aquella nueva actitud que tomó por unos breves segundos no había sido culpa suya, para nada. Dor Kendrel J Reialon Jok lo buscó, le golpeó una y otra vez con falsas acusaciones. No hizo más que defenderse. Llegaré a casa y despertaré al fin, esto no es más que un sueño, se aferró a pensar. Pero, oh, querido amigo mío, esta es la jodida realidad, y a menos que te cuelgues por ahí, no vas a escapar de esto.

—¡Guardias! –se escuchó el grito a sus espaldas, no se molestó en voltear y sólo apresuro su marcha hacia la puerta.

Pudo escuchar cómo unos ecos se crearon allá atrás. Sabía qué los producía. El sonido de los escarpes al golpear el piso terminó con toda la tensión conocida, y una totalmente distinta ocupó su lugar. Fue como una melodía, la cual cantaba su final.

—Dor Orus O Nedelder Merbok, está acusado de complicidad con Dor Bheldrik E Ronelios Ulnumor del homicidio de mi hijo. Será encerrado hasta que se demuestre lo contrario.

Se demuestre lo contrario… ¿Y quién demonios haría eso?

—¿Y esta decisión quién la ha tomado? –preguntó al dar media vuelta. Siempre había tenido tanta paciencia que lograba contagiar a los que le rodeaban. Era la misma razón por la que Mirel no había notado que tenía casi un centenar de noches que no hacía el amor con su esposo.

—Yo mismo –respondió triunfante.

—Falta la decisión del resto del Consejo.

—¿Cree que me sentaría a dialogar con usted acerca de si desea ser encerrado?

—No consiento esta decisión, no hasta que se hagan las investigaciones debidas y pertinentes. La razón de su juicio no son más que acusaciones falsas, cultivadas por su dolor y reciente pérdida –respondió Orus a medio camino, justo a la mitad entre la mesa y la enorme puerta. Los guardias se detuvieron y no se atrevieron a acercarse más. No fue por temor a ser golpeados, ya que Orus era un hombre delgado y era bien sabido que su conocimiento en el arte de la pelea era escaso, pero aún así era un miembro del Consejo de la Ciudad. Más que miedo era respeto.

—Esta decisión está lejos de su alcance.

—Deme la oportunidad de ir a mi habitación, de avisar a mi esposa –opinó sin estar de acuerdo, pero debía advertir a Mirel de todo lo que estaba sucediendo.

—¿Tiene algo que ver con todo esto? –preguntó Dor Kendrel, perforando la poca tranquilidad que podía quedar en su interior. No, ya no existía ni siquiera una pizca de ecuanimidad en su mente, en su corazón.

—¿Qué ha dicho, imbécil? –esta pregunta fue la que detonó su ira, fue la misma que lo hundió aún más en la miseria. De nada serviría mostrar valentía o rabia en esos momentos, pero aún así lo hizo. Esto no le salvaría ante una decisión que fue tomada probablemente mucho antes de que él llegara al salón, quizá fue tomada en el momento en que jugueteaba con los pechos de su mujer.

—No voy a soportar sus sandeces… –Dor Kendrel cerró la boca al ser interrumpido.

—¿Sandeces, dice? ¿Soportar? –gritó Dor Orus dando un par de pasos hacia al frente–. ¡Llego aquí puntualmente como todos los días anteriores, he servido fielmente desde que se me pidió unirme al Consejo de la Ciudad, y de esta manera soy tratado una mañana en la que alguien entra a su casa y asesina a su hijo! –gritó y gritó, pero esto no le sirvió de nada. Los guardias finalmente lo sujetaron de los brazos y lo fueron alejando de la mesa conforme él subía el volumen de sus gritos.

—¡Llévenselo, enciérrenlo! Hagan lo que sea con él, pero no quiero verlo aquí –ordenó Dor Kendrel–. Y no se preocupe por su esposa, Dor Orus, me encargaré de darle la noticia. Con suerte ella hable más que usted.

—¡No hay nada que hablar con respecto a este tema! ¡No soy culpable y en ningún momento Dor Bheldrik me advirtió o compartió sus planes! –gritó, y a su vez la enorme puerta se cerraba frente a sus ojos, no logró ver más adentro y desconoció si sus palabras habían sido bien escuchadas.

No supo decir con exactitud hacia dónde le llevaban, su mundo se ennegreció como charcos de agua. En un inicio los guardias casi le arrastraron, ya que Orus opuso obviamente bastante resistencia, pero al poco tiempo mostró más que debilidad ante ellos y luego de unos metros más comenzó a caminar lentamente, aunque no sintió en ningún momento que las manos de aquellos sujetos le soltasen. Como si le quedaran fuerzas después de todo.

Conforme el camino parecía alargarse más y más, pensó en soltarse de ellos y regresar al Salón Principal, intentar hablar con el Consejo de la Ciudad. Pero estos pensamientos apenas se apoderaban de sus verdaderos deseos. Sintió miradas indiscretas, escuchó murmullos por parte de los habitantes, aunque este bullicio fue por efímeros momentos. Cuando menos lo pensó ya se encontraban recorriendo un estrecho camino con paredes mohosas y antorchas ancladas a éstas; la mayoría se encontraban apagadas, a lo cual el pasillo se volvía más tenebroso conforme se perdían en él.

Intento volver en sí, abandonar aquella idea que iba forjando su futuro, pero no lo logró. A cada momento se preguntaba por qué Bheldrik había hecho aquello, qué fue lo que le hizo pensar que le beneficiaría de alguna forma. Y de pronto se le vino a la memoria la imagen de dos niños entrenando juntos con sus espadas de madera y cotas de malla cubriendo sus cuerpos, alzando sus pequeños arcos con flechas de punta roma y clavándolas a las dianas de paja que estaban a escasos metros de ellos. Sus hijos jugaban juntos, entrenaban juntos y a veces hasta se quedaban a dormir en casa de Bheldrik o Kendrel. Los niños eran buenos amigos y sus padres se habían encariñado al mismo tiempo. No podía imaginar a aquel que pensó en algún momento que podía ser su nuevo mejor amigo haciendo aquello tan atroz, pero con una jodida mierda que lo hizo.

La oscuridad se apoderó del lugar, o al menos es lo que pensó, ya que pasó de estar en un mundo completamente iluminado por antorchas a la oscuridad imperturbable. Se encontró de pronto sentado en un rincón, pudo sentir pasos sobre sus manos e intentó retirar aquello que le hacía compañía. El suelo se encontraba húmedo, tanto que sus pantaloncillos parecían orinados. Alzó la vista pero de poco le sirvió, no había nada delante de él, o tal vez sí pero la oscuridad le impedía creer que se encontraba en un mundo tangible, en un mundo existente. Quizá ya se encontraba muerto, y lo único que permanecía sobre el Mundo de Krasgos no eran más que sus pensamientos. Pero podía sentir, sentía el suelo húmedo bajo su culo flaco. Sentía con sus manos las ásperas paredes a su lado izquierdo y derecho. Podía oler, y el ambiente olía a humedad con otros dos olores característicos que no supo diferenciar de inmediato. Pasaba de lo nauseabundo a lo delicioso. Un animal muerto, una rata quizá. El perfume de Mirel, pensó, y casi al instante tomó una gran bocanada de aire. Pudo sentir sus labios rozando los suyos, acarició sus manos y después recorrió toda su espalda con sus dedos, incluso logró sentir cómo la piel se erizaba, y esto le excitó aún más. Sus labios zarparon de los suyos, navegó por su cuerpo, conquistó sus pechos y naufragó entre sus piernas. Pudo sentirlo, pudo olerlo, pudo vivirlo.

Todo fue tan real.

Ignoró si había caído en un sueño profundo, ignoró dónde se encontraba. Y se levantó de inmediato, aunque de nada le sirvió ya que la oscuridad misma le envolvió, y el lúgubre silencio consumió sus esperanzas.

—¡Mirel! –gritó–. ¡Mirel! –una vez más–. ¡Mirel! –gritó tan fuerte que pudo notar cómo la garganta se le secaba y cómo su voz creaba ecos rebotando por las paredes del estrecho pasillo. Nadie respondió.

Luego de unos momentos (o quizá un día o diez, ya que debido a la apacibilidad del lugar ignoró por completo cuánto tiempo había estado ahí dentro) logró distinguir a lo lejos unos pasos que acortaban distancia en su dirección. De pronto pareció escucharlos tan cerca que intentó mirar hacia donde se encontraba la puerta, pero de un momento a otro los sonidos se alejaron tanto que se escucharon muy lejos. La locura ya le había dado alcance. No ha pasado ni un día y ya te estás volviendo loco; si duras cinco días o más terminarás por cortarte los huevos, total, ¿para que los necesitas aquí adentro?

Comprendió que la oscuridad y el silencio se habían convertido en su peor enemigo, trayendo consigo a la locura. Los pasos finalmente cesaron, nadie estaba ahí, nadie más que él. Sólo su mente, ya que empezaba a dudar en que su cuerpo le acompañase de igual manera en esas paredes heladas y húmedas. Podía sentir todo a su alrededor con sus manos, pero no podía verse a sí mismo. Y esto era quizá lo que más le atormentaba, le orillaba y golpeaba.

Cuando Orus creyó escuchar de nueva cuenta los pasos, se reincorporó de un salto. Alzó ambos brazos y caminó despacio con las manos por delante. Finalmente llegó a la puerta, la cual no era más que unos barrotes de hierro oxidado, pudo sentir el óxido pegado al metal. Acercó su cara e intentó mirar por el pasillo, pero éste corría de manera horizontal frente a su celda, por lo cual le fue imposible distinguir la más mínima luz de aquellas antorchas que estaban lejos. Y de nueva cuenta, aquellos ecos distantes de los pasos dejaron de escucharse. Era como si la vida le mostrase un poco de esperanza, y en el momento en el que Orus se dedicaba a seguirla, ésta se la arrebataba. Como una patada en el culo.

Recargó su frente en los barrotes y sus manos se cerraron sobre éstos con fuerza. El sueño le invadió, la sed se hizo notar con mayor intensidad, al igual que el hambre. Todo en ese momento pareció ponerse de acuerdo para derribar las fuerzas que podrían quedarle. Seguramente el hambre y la sed comenzaron a caminar juntos, y en su travesía se encontraron con el sueño. Emprendieron una carrera larga, y la meta no se veía por ningún lado.

—¡No me toque!, ¿escuchó bien? ¡No me vuelva a tocar! –escuchó unos gritos que galoparon retumbando por las paredes y el suelo hasta llegar a donde se encontraba. No supo distinguir con exactitud quién podría ser. Su mente se encontraba agotada y los ecos llegaban distorsionados.

—Ya le he dicho que no debe estar aquí. Hágame el favor de regresar conmigo –respondió una segunda voz.

—No voy a regresar, ¿dónde está?

—No puede entrar a verlo, entienda, nos meterá en problemas a los dos –respondió el sujeto, su voz no parecía autoritaria, sino más bien contenía tintes de cobardía.

—Yo ya estoy en problemas, usted es el único que debe preocuparse al no poder evitar que una mujer entrara aquí –su respuesta fue como un latigazo sobre una herida reciente llena de sal.

—No permitiré este comportamiento –gritó el sujeto y seguido de eso un grito femenil recorrió los pasillos, llegó hasta donde se encontraba Orus y se alejó agudamente hasta chocar con el fondo del pasillo, el cual debía encontrarse muy, pero muy lejos.

—¿Mirel? –preguntó pero no lo gritó, pareció más bien pensarlo.

—Déjeme en paz –siguieron escuchándose jalones y palabras que terminaban con un quejido de dolor y coraje.

El silencio albergó los sonidos, y después se escuchó con demasiada claridad un grito de dolor seguido de unas pisadas que se acercaban hacia él a una velocidad sorprendente. El eco que creaban pareció iniciar una melodía de suspenso.

—¿Orus? –se escuchó el grito más cerca, y en ese momento pudo distinguir las voz de su amada con más claridad.

—Oh, cariño, ¿qué haces? –preguntó intentando mirar por los barrotes, pero sólo lograba distinguir la misma y jodida oscuridad.

El sonido de los pasos pareció nunca acabar, el sonido le arrulló y cerró ambos ojos pensando quizá en que todo eso no era más que un estúpido y denigrante sueño. De pronto sintió unas cálidas manos que se entrelazaron con las suyas, un aliento a tequila mentolado le invadió junto con un aroma a lilas. No abrió los ojos, no lo hizo por temor a continuar viendo la oscuridad. Aunque sí imagino el rostro de Mirel, quien seguramente deseaba abrazarlo; romper, doblar, derribar los barrotes de hierro oxidado por la humedad, que impedían la unión de ambos corazones.

—Orus, ¿qué te han hecho? –finalmente su voz se dejó escuchar. Se atrevió a abrir los ojos con la incertidumbre de que todo podría ser un sueño. Pero debía asegurarse de una buena vez, o si no esa maldita locura terminaría por devorarlo.

—Me han culpado, me han juzgado de un crimen atroz que en ningún momento habría cruzado por mi mente realizar –respondió y al instante sintió los labios de Mirel abordando los suyos, el silencio le acobijó de nueva cuenta pero en esta ocasión no era desesperante, sino que más bien le pareció encontrar cierta tranquilidad por primera vez desde que llegó al Salón Principal y los ojos y dedos de todos aquellos que creía buenos compañeros le señalaban y juzgaban a él como uno de los únicos responsable del homicidio del pequeño Barlok.

Después de todo, no se trató de un sueño. Se alegró al comprender que no estaba loco, aunque se sintió como un perfecto marica por flaquear tan pronto.

—No te preocupes… descuida… no te preocupes –respondió ella con entusiasmo, y al instante las lágrimas corrieron por sus mejillas–. No te preocupes… te ayudaré a salir de aquí… estaré contigo hasta que se demuestre lo contrario –sus palabras fueron pausadas ya que continuamente le plantaba un beso tras otro.

—No sé cuánto más duraré en este lugar, cariño. Escucha, debes irte, ve a nuestra habitación y bebe otro trago de tequila, no te preocupes por mí. Espérame hasta el amanecer o al anochecer, según lo que ocurra primero. Yo llegaré, Mirel. Pero no puedes estar aquí, entiéndelo por favor.

—No me hagas esto, Orus…

A lo lejos se escucharon unas pisadas que dejaban al final un sonido metálico sobre el suelo. Dos guardias acompañando a Dor Kendrel J Reialon Jok se acercaron hasta ellos con enormes antorchas en sus manos, les miraron fijamente a los ojos y dejaron que el silencio dijera más que sus propias palabras.

—Orus O Nedelder Merbok, tiene visitas y aún no es el tiempo para ellas –sentenció Dor Kendrel, omitiendo el “Dor” del nombre de Orus, que más que una simple palabra era un titulo, el cual reconocía a los doce integrantes del Consejo de la Ciudad.

—Déjela en paz, la desesperación se apoderó de su racionalidad. Sólo ha sido un ataque de nervios, déjela ir, por favor, Dor Kendrel –suplicó Orus sin despegar las manos de su amada.

—Le creo, las noticias no llegaron a ella con la pertinencia adecuada –respondió sin mostrar un ápice de sensibilidad debido a la reciente muerte de su hijo.

Quizá ya han pasado demasiados días desde que llegué aquí.

Justo cuando la tranquilidad se hizo tan buena amiga del silencio, los guardias apartaron con fuerza los brazos de Orus de los de Mirel. Por un momento pensó que existiría la más mínima oportunidad de convencer al ya de por sí jodido y lunático Dor Kendrel, pero con estas acciones le dejaba algo bien en claro: algo aún peor que la locura conquistó finalmente sus pensamientos. ¿Serían acaso estos mismos sentimientos los que invadieron a mi amigo después de la desaparición de su hijo?, se preguntó, y al instante los guardias sujetaron los brazos de la mujer, ella comenzó a lanzar gritos al igual que patadas al aire una vez que fue levantada del suelo.

La trémula luz de la antorcha lanzaba sobre el pasillo gigantescas sombras que se extendían a la distancia. El eco de los gritos de Mirel parecía ser la voz de estas manchas amorfas. Orus intentó buscar las palabras adecuadas para calmar a su querida esposa y al mismo tiempo hacerle entender a Kendrel que él no tenía absolutamente nada que ver con el asesinato de su hijo, pero las palabras, aunque estaban dentro de su cabeza, no salieron de sus labios. Una fuerza mayor, como desconocida, se lo impedía. Dor Kendrel se había encerrado en su propio pensamiento y había sacado por sí solo conclusiones que, aunque falsas, para él eran todo lo contrario. Y sería muy difícil hacerlo cambiar de opinión, no bastaría con el simple hecho de explicarle, oh, por todos los Dioses, quizá no bastaría ni siquiera con darle unas buenas patadas en los huevos.

—Oh, vamos, sujétenla con fuerza. ¿Son tan incompetentes? –se quejó Dor Kendrel alejándose de la celda, dándoles la espalda a todos.

—¿Por qué no vienes e intentas sujetarme tú, maldito viejo paranoico? –los gritos de Mirel cesaron pero dieron lugar inmediatamente a palabras altaneras con cierto aire de amenaza.

—¿Cómo dice? –respondió dando media vuelta, no lograba ver su rostro debido a su encierro.

—Dije qué por qué no vienes a sujetarme tú mismo –su pregunta estuvo cargada de rabia y provocación, incluso logró distinguir un aire lleno de fiereza en sus ojos.

—Apuesto a que quiere que la encierre junto con su esposo, ¿no es así? –preguntó con una sonrisa.

—No, no, por favor, ella no tiene nada que ver con esto –las sugerencias de Orus no parecían importarle a ninguno de los que se encontraban fuera de la celda.

—Pero no lo voy a hacer, así que no pretenda ofenderme con sus palabras. Sáquenla de aquí –gritó Dor Kendrel dando media vuelta de nuevo. La luz se volvió más opaca conforme el sonido de sus pasos se alejaba de ellos.

—No intento ofenderle con esos comentarios, no tiene importancia ni el mismo valor después de lo que hicimos a su hijo –dijo Mirel.

—¿Cómo dice? –cuestionó con un tono de voz completamente ajeno a lo que Orus estaba acostumbrado después de tantas estaciones. Por efímeros momentos imagino a alguien más en su lugar, como si una bestia ocupara esa parte de él que se definía como la paciencia.

—Su llanto era tan agudo e insoportable que tuvimos que amordazarlo– argumentó ella con firmeza, aún a pesar de que la mentira se desbordaba en cada una de sus palabras. Pero de eso no se enteró Dor Kendrel ni mucho menos aquellos dos guardias de brazos delgados como los barrotes de la celda que encerraba a Orus. Ninguno se percató de eso, ya que nadie la conocía tan bien como el mortal que la amaba más que a nada en todo el Mundo de Krasgos. Y de pronto este amor se convirtió en una animadversión. Creyó conocerla, pero todos estos conocimientos que creía saber y tener colapsaron y cayeron sobre escombros de desilusión y odio.

“Su llanto era tan agudo e insoportable que tuvimos que amordazarlo”. Estas palabras poco coherentes perforaban su mente una y otra vez. Y de pronto, aprisionado su cuerpo entre muros de piedra y barrotes de hierro, aprisionado a la vez por la inminente locura dentro de su cabeza, recordó estúpidamente lo que había leído no hacía mucho y no muy lejos de ese lugar. “Yerliza de Evantora”.

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