38. ESTREZADA.
Lía
Había pasado una semana desde que Arthur y yo habíamos acordado que pronto me mudaría a su mansión para continuar con el cuidado de las niñas. Sin embargo, aquí estaba, sentada en mi habitación, mirando fijamente a la nada, sin poder comprender qué me ocurría. Dejé escapar un suspiro largo y profundo mientras el aire frío de la madrugada rozaba mi rostro. Eran las cuatro de la mañana, y mis ojos se negaban a cerrarse. Quería dormir, lo necesitaba desesperadamente, pero simplemente no podía.
Desde aquella vez me he sentido extraña, como si algo dentro de mí estuviera desconectado. A veces no tengo ganas de hacer nada, ni de ver a nadie. La cabeza me late como un tambor, como si un peso invisible estuviera aplastándome. Intenté levantarme de la cama, pero un mareo repentino me hizo tambalear y sujetarme al borde de la mesita de noche. Cuando me estabilicé, caminé lentamente hasta el baño.
Frente al espejo, apenas reconocí mi reflejo. Mi rostro estaba pálido, las ojeras evidenci