―¿Layla Sharif? ―preguntó la mujer, con media sonrisa, a lo que yo solo asentí.
―Supongo que tendrán que darnos un bono extra ―contestó un hombre alto e imponente, con los cabellos tan negros como la noche y ojos dorados como los de un león. Tomó con gentileza a André, intentando consolarlo―. Tranquilo, pequeño. Tu madre ya está aquí. Ya no llores.
Me entregó a mi bebé, que de inmediato se aferró a mi cuello, asustado, y continuó llorando, mientras mis brazos lo estrechaban y mis besos intentaban confortarlo.
―Se siente bien hacer algo… «justo» de vez en cuando ―dijo la mujer que me había ayudado y acarició la mejilla del feroz león negro que parecí