Los siguientes días en esa casa fui solo un mueble, un alma que se movía por inercia, tratando de no llamar la atención, pero al final del día terminábamos igual: él molestándose por un motivo diferente, golpeándome y encerrándome en el baño mientras metía a otra de sus amantes a la habitación, para que, al día siguiente, después de despedirla en la puerta, me sacara del baño, curara mis heridas, me ofreciera un regalo tan caro como la gravedad de sus golpes y me llenara de besos.
Cada mañana me presentaba con una lesión nueva, mi rostro era una mancha violácea y verduzca, y mis labios parecían estar adheridos por tanto tiempo que había guardado silencio. André no dudaba en mostrar su sorpresa y preocupación, dedicándome miradas tristes duran