ERIC CONNOR.

ITALIA.

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La luz del laboratorio es fría, casi cortante y el aire huele a antiséptico barato y metal oxidado. Estoy sentado frente a una mesa de acero inoxidable, redondo de tubos de ensayo y placas de sangre coagulada. Mis manos están cubiertas por unos guantes de látex gastados y amarillentos por el uso constante. Mi brazo izquierdo lo tengo pegado al cuerpo inmovilizado, en una posición bastante incómoda. El dolor sordo bajo la venda, me recuerda a cada segundo que no soy dueño ni de mi propio espacio, ni de mi tiempo y ni siquiera de mi propio cuerpo.

Hace dos semanas que Aarón decidio que era una buena idea romperme el brazo como parte de sus “recordatorios”, pero no hice nada malo, solo existir en el momento y el lugar equivocados.

— ¿No te gusta la estadía o algo en particular no te agrada? — pregunta con falsa amabilidad.

Ni siquiera levanto la vista para mirarlo, paso una mano sobre una de las