Samanta caminó tambaleante por el borde de la carretera. Sus manos temblaban y su mente estaba nublada por todo lo que había vivido últimamente. No había avanzado mucho cuando una patrulla se detuvo a su lado.
—¡Alto ahí! —ordenó un oficial al bajar del vehículo. Al verla tan pálida y desorientada, se acercó con cautela—. ¿Está bien, señorita?
Samanta solo asintió, incapaz de hablar. Los policías la reconocieron de inmediato y, tras confirmar su identidad, la llevaron a la comisaría.
Dentro, le hicieron varias preguntas. Les contó lo que sabía sobre su secuestro y mencionó haber visto a Sara en ese lugar, aunque no tenía idea de su ubicación exacta.
Minutos después, Alberto y Tatia irrumpieron en la sala. Al verla, Alberto la abrazó con fuerza.
—Gracias a Dios estás bien —susurró.
Cuando salieron, Samanta, con voz apagada, dijo:
—Andrés… es mi padre.
Alberto se detuvo en seco, sorprendido.
—¿Qué?
—Lo supe hace poco. No quiero hablar de eso ahora.
Alberto asintió,