Mientras tanto, Camila vivía su propio infierno en prisión.
El lugar era un pozo de desesperación. El hacinamiento, la falta de higiene y la violencia la asfixiaban. Las reclusas la habían tomado como sirvienta. Le exigían dinero a cambio de dormir, bañarse, incluso respirar. Y si no pagaba, la alternativa era aún peor.
Palizas. Humillaciones. Trabajos forzados.
Los días se volvieron insoportables, hasta que recibió una visita inesperada.
Su corazón latió con fuerza, esperando ver a Alberto. Quería explicarle todo, decirle que lo hizo por él, por amor. Pero cuando la puerta se abrió, su esperanza se convirtió en decepción.
Georgina la observaba desde el otro lado de la mesa.
Camila sintió una punzada de ira. Sus manos esposadas temblaron contra el metal frío.
—Hola, Camila. Ha pasado un poco de tiempo —dijo Georgina con una sonrisa ladeada.
—¿De qué te ríes? ¿Por qué no viniste antes? —preguntó con resentimiento.
—Estaba ocupada. ¿Qué te pasó en la cara? —preguntó al