Aitor miró con seriedad a ese hombre.
—Les doy mi palabra.
—No es suficiente —respondió otra persona—, iremos a la fiscalía para pedir que se le prohíba la salida del país, mientras recuperamos nuestras inversiones.
—Están en su derecho —musitó Aitor, apretó los dientes, dio vuelta y entró al edificio percibiendo un nudo en el estómago, el esfuerzo de tres años se venía abajo, por el odio injustificado de Robert Hamilton.
Cuando llegó a la oficina, sintió una opresión en el pecho, miró a todos sus colaboradores, algunos cabizbajos, otros con los ojos llorosos, varios ansiosos esperando que él llegará y les diera buenas noticias, pero no, la realidad era otra.
—Lo lamento señores, quisiera salvar esta empresa, pero como verán la gente quiere retirar su dinero, y no podemos hacer nada para evitarlo.
—¿Nos quedaremos sin empleo señor Roig? —preguntó Martha, una mujer que era madre soltera y de su sueldo sacaba adelante a su hijo.
Aitor pasó la saliva con dificultad.
—Sí, t