Anastasia acababa de leer el enorme cartel que daba la bienvenida al pueblo de Alice Springs.
No pudo evitar sentirse cautivada ante la mezcla única de modernidad y belleza salvaje. Las calles estaban bordeadas de edificios bajos y funcionales, con tiendas y cafés que ofrecían un respiro del calor abrasador del desierto.
Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor por enésima vez, detallando atentamente el recorrido en auto. A lo lejos podía apreciarse las colinas rojizas que se alzaban como guardianes silenciosos, mientras los árboles de eucalipto proyectaban sombras alargadas sobre el suelo polvoriento. Era una visión muy bonita, a su parecer.
El aire estaba impregnado del aroma terroso de la vegetación nativa y el canto lejano de las aves del desierto. A pesar de su aislamiento, Alice Springs tenía una vibra cautivante.
—Déjeme en la posada más cercana —solicitó al taxista en inglés.
Cinco minutos después, el hombre se estacionó frente a un pintoresco edificio y supo qu