Frio.
Una niña corría sin desenfreno en medio de la fuerte tormenta, sus pequeñas y delgadas piernas apenas cubiertas de un fino leotardo de bailarina. Sus pies temblando sin control bajo unos sencillos zapatos bajos, que no hacían nada para impedir que el agua y el aire los entumeciera.
Los rostros de los transeúntes parecían desdibujarse a su alrededor, como si su diminuta figura fuera invisible ante cualquiera de ellos.
Si su madre la observara en estas condiciones, juraría que pegaría gritos de horror y reprendería a todos los culpables.
Pero como era de esperar, su madre no estaba cerca para poder siquiera quejarse de la situación.
Y aunque lo estuviera, tampoco podría reprender a la abuela por olvidarse de recogerla a tiempo de su clase.
No era su culpa que últimamente olvidara parte de sus actividades diarias.
Pronto quizá olvidaría los nombres y rostros de todos los que la amaban.
«Necesitamos ser pacientes y atentos con ella» aseguraba su madre.
La abuela no estaba bi